«La madre vengadora»

Hermano Pablo
Marianne Bahmeier, joven mujer alemana, metió la mano dentro de su bolso. Parecía estar buscando algo: un pañuelo, o un lápiz labial o un pote de polvo. Quienes la observaban esa tarde de enero de 1981 no prestaron atención al gesto trivial. Pero Marianne extrajo de su bolso una pistola, y descargó a quemarropa seis tiros contra Klaus Grabowski. El hombre murió en el acto y Marianne fue arrestada. El escenario del crimen era un tribunal de Bonn. Klaus Grabowski había violado y asesinado a una pequeña hija de Marianne. Pero antes que los jueces del caso pudieran dictar sentencia, Marianne se había hecho justicia por su propia mano. La condenaron, con atenuantes, a seis años de prisión. En toda Alemania se le llegó a conocer como «la madre vengadora». Esto de «madre vengadora» suena un tanto extraño. Uno asocia siempre la palabra «madre» con calificativos tales como «amorosa», «cariñosa», «sacrificada», «bondadosa» y, «mártir». Pero «madre vengadora» suena incongruente. Sin embargo, su acción en el tribunal -la venganza o justicia que se tomó por su propia mano, por la que recibió ese mote que llevará toda su vida en los anales periodísticos y policiales- despertó una ola de simpatía hacia ella en toda Alemania. Y puso sobre el tapete una ardua cuestión: ¿qué se le debe hacer a un hombre que viola a una niña de siete años y luego la mata? Las leyes de algunos países son demasiado suaves, y las mallas de la justicia demasiado abiertas. Muchos delincuentes escapan fácilmente o reciben condenas ridículas. En la ley del Antiguo Testamento se castigaba con la muerte al violador de una joven. En algunos casos se le obligaba al hombre a casarse con ella y a indemnizar al padre de la joven con cincuenta piezas de plata (Deuteronomio 22:25-29). El delito de violación se ha hecho ya demasiado frecuente, demasiado malvado como para que personas de conciencia no demanden al violador. No basta protestar airadamente. No basta comentar en rueda de café lo que debe hacerse con los violadores. Es necesaria una toma de conciencia que lleve a una legislación más severa y más justa. La marea siempre ascendente de la corrupción moral amenaza con ahogar los últimos valores éticos y morales que quedan en el mundo. Por eso nos urge hacer de Cristo nuestro ejemplo y nuestro inspirador en esta toma de conciencia.
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