Es en extremo malo y egoísta
quien mezquina en su boca una sonrisa
o un aliento de amor que nada cuesta
a quien? ¡válgame Dios!? la necesita.
Es en extremo inútil y atrofiado
quien sus brazos oculta desconfiado
para impedir que se abran al abrazo
de un pequeño que busca su regazo.
Es en extremo infame e inhumano
quien prefiere arrojar al basurero
la alentadora frase de un «¡Te quiero!»
antes que regalársela a su hermano
que dicho amor urgente necesita
como flor, que sin agua se marchita.1
En este soneto titulado «Corazón mezquino», Enrique Quiróz Castro, poeta peruano hijo de la poetisa Elvira Castro de Quiroz, quien fuera regidora del Gobierno Local de Piura, presenta magistralmente la verdad de la inestimable importancia que tiene «un aliento de amor».
El soneto se resume en prosa como sigue: Los que nos negamos a sonreír y a mostrarle amor al prójimo somos muy malos y egoístas. Los que nos negamos a abrazar a un niño no ganamos nada con eso tampoco. Y los que nos negamos a alentar a nuestro hermano con una expresión de aprecio no lo estamos tratando con la humanidad que se merece. No nos cuesta nada prodigar tales sonrisas, mostrar tal amor, dar tales abrazos y pronunciar tales palabras de aprecio a las personas que nos rodean, y que necesitan con urgencia recibir nuestro afecto, así como las flores necesitan agua para sobrevivir. Tal estímulo de nuestra parte debiera ser lo más natural del mundo.
Esto se debe a que Dios, que nos creó a su imagen y semejanza, nos creó para hacer lo bueno. San Pablo afirma que «somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica».2 Pero como nos creó con libre albedrío a fin de que nuestro amor no sea forzado, todos podemos optar por hacer lo malo en lugar de lo bueno. Nacimos con un corazón que puede optar por odiar en vez de amar, rechazar en vez de abrazar, poner cara de pocos amigos en lugar de sonreírle al mundo.