Me cuesta imaginarme con moños largos, minifalda y colorete en la cara. Tal vez, de haber nacido mujer, habría sido algo repulsiva y agobiante, con modales de busero y -debido a mi debilidad por el ron y la pachanga- de mala reputación.
Este sobrepeso que llevo a cuestas como Nazareno, me habría convertido en una cosa asimétrica difícil de digerir, por lo que sería una solterona agria [además por el tufo, a causa de la aflicción en el alma], con bigotes y otros pelos ingobernables en la barba y las pantorrillas, ataviada con trapos pasados de moda que, sumado a esta carcajada tremebunda, me habrían arruinado la vida social.
Y definitivamente no sería periodista.
Porque ser mujer y vivir del periodismo es un holocausto, al que no hubiese estado dispuesto. Mucho menos si me hubiese tocado ser reportera de calle. A lo largo de mi carrera en esta fauna santa del periodismo las he visto, y no puedo evitar admirarlas por su temple felino y acerado. Más a las que son mamás, y tienen que salir seis días a la semana, por doce y hasta catorce horas continuas, detrás de la noticia, que salta como una liebre donde menos se le espera, soportando insultos, agua, sol, fiebres, empujones, largas y a veces infecundas esperas, humillación y, para colmo, ese terrible y doloroso mal salario, sobre todo en la radio.
No discuto que ser periodista, es la manera más entretenida de ser pobre. Y también la más peligrosa. Entre la trompada del arrogante que intenta ocultar sus miserias, y la masa que tiene derecho a saberlas, está esa persona con zapatos gastados, carro viejo, lentes rotos y ropas de bajo precio, a quien todos llaman -unos con piedad y otros con auténtica repulsa-: periodista.
Y entre esta clase de profesionales se están destacando ellas, creativas y organizadoras, pujantes, con esa terquedad que llevó un cohete a la Luna, inagotables, algunas bellas, otras no tanto, pero todas dignas y cumplidoras.
Yo no habría soportado ser mamá y reportera a la vez. Debe ser enrevesada esa vida a la caza de los hechos noticiosos, teniendo que atender dos o tres hijos y un marido, que a la postre se convierte en un hijo más.
Levantada a las cinco de la madrugada, o antes, para preparar desayuno y el lonche que los niños han de llevar a la escuela; hacer algo de almuerzo para llevar, y para que no pase calamidades el compañero de su vida; todo el día en la calle recibiendo desaires; entrar a la selva siempre virgen de la redacción del periódico, radio o televisión, donde todo siempre es nuevo y escandaloso; editar, editar y editar; volver de noche a la casa [eso si no le ha tocado una asignación de última hora y debe reaparecer en escena, radiante, como si el día estuviera empezando, olorosa y sonriente, incluso si se trata de un incendio o un asesinato]; revisar los cuadernos de las tareas de los niños; hacer la cena... dormir un poco...
El periodismo es un camino para el que no se han hecho mapas. No se aprende, se vive. Personalmente me siento orgulloso de mi profesión, y creo que no hubiera logrado nada bueno haciendo otra cosa. Y tampoco habría conocido a profesionales lindas y madres como las que tengo de compañeras: Miriam Vicenta Almanza, Minnie Morán, Elizabeth Muñoz, Yuriela Sagel, Larissa De León y mi maestra y amiga Rosa Guizado.
Un beso a todas. |