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Miércoles 9 de agosto de 2000



No puedo darme el lujo de fracasar

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Carlos Rey
Colaborador

Pasaron treinta y dos años de intentos frustrados antes de que el primer alpinista lograra escalar «el techo del mundo», el monte Everest. Irónicamente, hoy esa hazaña es tan común y corriente que ha dejado de considerarse noticiosa. A una altura de 8.848 metros, la nieve jamás se derrite en la cumbre del Everest, donde el viento llega a soplar a más de trescientos kilómetros por hora.

El primero en hacer el intento, por lo menos el primero del que tengamos conocimiento, fue el británico Jorge Mallory, en 1921. No sería esa la única vez que Mallory intentaría coronar la montaña más alta del mundo. Pero su tercer intento el 8 de junio de 1924 sería el último que haría, pues de ese ascenso no volvería a bajar. La montaña había triunfado. Ni siquiera se halló el cuerpo de aquel pionero del alpinismo moderno sino hasta después de setenta y cinco años, en la expedición dirigida en 1999 por el veterano alpinista Eric Simonson.

Sin embargo, los amigos de Mallory no se dieron por vencidos. Al contrario, volvieron a contemplar aquel ominoso panorama vertical y declararon: «Monte Everest, nos venciste la primera vez. Nos venciste la segunda vez. Y nos venciste la tercera vez. ¡Pero ten por seguro que algún día te venceremos porque tú no puedes crecer, y nosotros sí podemos!»

Hubo diez intentos más que fracasaron y resultaron en la muerte de otros trece alpinistas. Pero al fin, el 29 de mayo de 1953, el neozelandés Edmund Hillary y su guía, el tibetano Tenzing Norgay, vencieron todos los obstáculos y conquistaron la montaña. A Hillary se le trató como héroe del imperio británico, y por su hazaña la reina Isabel lo premió concediéndole el título de sir. A Norgay, acertadamente apodado «el tigre de los nevados», se le trató como símbolo de orgullo nacional de tres países distintos -Nepal, Tíbet y la India-, y se le otorgó la Estrella de Nepal, que es el honor más grande que confiere su país.1

Aquí nos viene como anillo al dedo uno de los dichos favoritos del Hermano Pablo, que dice: «La única vez que no puedo darme el lujo de fracasar es la última vez que hago el intento.» Porque lo cierto es que el fracaso sólo se da si nos damos por vencidos. Y como, con la ayuda de Dios, todo es posible,2 entonces basta con que crezcamos en la fe que tenemos en Él.3 Así también nosotros conquistaremos las más altas montañas de la vida.

 

 

 

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