El hombre había bebido demasiado. Era demasiado para las leyes del estado, y demasiado para las reglas de la buena salud. Pero Kenneth Hood, en su borrachera, tuvo un momento de lucidez. Decidió detener su auto modelo 1985 a un costado de la calle, y dormir.
Así hizo; pero cuando despertó, se halló sentado en la vereda. Su auto había desaparecido. Creyó que estaba soñando, pero era realidad. Mientras Kenneth dormía profundamente, embotado por el alcohol, alguien, sin hacerle daño alguno, se había llevado su automóvil.
No hay duda de que el sueño es una bendición. Nuestro Creador, sabiendo lo importante que sería para nuestro bienestar, determinó que la máquina humana descansara de seis a ocho horas diarias en profundo, beatífico, natural y reparador sueño.
Cuando el cuerpo está enfermo, reclama más cama, más descanso, más horas de sueño. Cuando el alma está agobiada de problemas, si es que no nos produce insomnio, nos invita a sumirnos en el calmoso océano del sueño mientras se resuelven nuestros problemas. En cambio, el sueño que produce el alcohol es siempre malo.
Hay hombres que reciben el salario de la semana, y luego pasan por la cantina y gastan la mitad en licor. De ahí pasan al sueño del ebrio y se duermen en un banco, como lirones, para despertar horas después sin cinco encima.
Muchos se han emborrachado en una cantina del camino, y luego han seguido manejando como si estuvieran frescos, hasta dormirse en el volante y mutilar y matar a otros.
Ese sueño del alcohol es el sueño de la ruina, del naufragio y de la muerte. Las mejores facultades del hombre -inteligencia, razón y conciencia- que lo distinguen del animal, se nublan y eclipsan con la bebida alcohólica. Beber alcohol es beber desastre y augurar catástrofe.
¿Cómo librarse de esa tiranía? Hay un sólo Libertador. Es Jesucristo. Él dio su sangre para pagar la deuda de nuestro pecado, y nos da su Espíritu para impartirnos vida nueva. Así nos libra de todo vicio. Cristo está dispuesto a ayudarnos a ser sobrios.