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HOJA SUELTA
¿Por qué escribes, papá?

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Eduardo Soto Pimentel
Eduardo Soto P.
Colaborador

Mi hija pequeña me preguntó ¿Por qué escribes, papá?

En ese momento estaba poniendo una cuña en la pata coja de la mesa del comedor, y le mentí: "Porque es mi trabajo, y por eso me pagan", le dije. Ojalá se le borre de su memoria de dulces y coloretes esa contestación fácil que le dio "el gordo", como ella me dice.

Lo cierto es que escribo para constatar que vivo. Es como mi electrocardiograma particular; considérenlo una prueba de sangre, la toma de presión del alma. Por eso genero textos de matices tan diversos, según va la salud de mi espíritu, que unas veces toma raudo las curvas cuando veo los ojos de luna en una mujer piel canela, y en otras me lleva a estadios agónicos y grises, intoxicado por la desilusión y el colapso de mis ideales.

Escribo porque me gustan las ventanas abiertas, y disfruto cuando los espacios de dentro y de fuera trafican por ellas los retazos de la vida, que se trenzan con la brisa, y yo apreso para no perderlos jamás. Lo hago para no tener ninguno de mis momentos vitales bajo llave.

Escribir es el rastro en el camino, lo que hace seguro el regreso a casa. Es como tallar tu nombre junto al mío en los troncos de los árboles, para dejar pruebas de ese amor a su paso por el mundo.

Cuando escribo destapo mi caja de Pandora personal, dejo que salgan los demonios, y gozo con el placer casi sexual de mirarlos cara a cara. Vuelvo a vivir con la posibilidad de mejorar las escenas; las maquillo para quitarle dolores y defectos, y sumarle humor y gentileza.

Soy amante de lo bello y no me gusta para mí solo. No puedo simplemente ver y disfrutar del ritmo asmático del mar de mis infancias, sin subir a la torre de la iglesia para gritarle a todos que hay un espectro frenético en la playa, y que yo lo veía cada tarde, cuando recorría los parajes costaneros buscando tesoros y versos bajos las rocas.

Es narcotizante el rito de escribir. Sin control se desprenden de la madeja las imágenes, y me aliena atraparlas en las mortales márgenes de un poema, de este artículo, en una canción y hasta en una macabra crónica de asesinato. Amo la palabra; su resonancia. Me inflama la lujuria musical agazapada en un buen texto, y de dueño y señor de la facundia, paso pronto a ser esclavo de su canto.

Por eso lo hago, hija mía, porque me encanta la demencia de sacarme de adentro los fantasmas.

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