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Lunes 17 de julio de 2000



Una coleccionista macabra

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Hermano Pablo
Colaborador

Fue una gran coleccionista, quizá la más grande en su género. No coleccionó estampillas o antigüedades. Coleccionó pólizas: pólizas de seguro.

Primero fueron pólizas de incendios. Seis veces, en pocos años, se le quemó la casa, y las seis veces cobró el seguro. Después fueron muertes: su padre, su madre, una nieta de tres años de edad y una nuera de veintinuno. Cada vez Virginia McGinnis, del estado de Florida, Estados Unidos, cobró considerables pólizas.

Por fin, como siempre ocurre, un detective sagaz descubrió el asunto. Los seis incendios y las cuatro muertes fueron intencionales. De ahí que Virginia comenzara a pagar su delito tras las paredes de una cárcel de la cual nunca saldría.

¿Qué espíritu podrá obrar con tanta fuerza en la mente de una persona como para hacerla cometer semejantes actos? Todos los incendios habían sido adrede. Su nieta de tres años murió estrangulada. Los otros otros también murieron en circunstancias sospechosas. Y la mujer tuvo el descaro criminal de sacarle dinero a cada fallecimiento y cada incendio.

Lo que se ve aquí, con claridad meridiana, es el poder de la codicia. Es una codicia ciega, que no se detiene ante nada. El pueblo mismo, consciente del poder de la codicia, inventa sus dichos. «Codicia mala, en mancilla para,» dice un refrán español. Y otro afirma: «La codicia rompe el saco.» La codicia es uno de los siete pecados capitales y es la violación del décimo mandamiento de Moisés.

¿Qué es la codicia? El diccionario la define como «apetito desordenado de riquezas». La codicia, la gula y la lujuria son atroces aberraciones del alma y, tarde o temprano, llevan a la destrucción de la salud, la honra y la vida.

Si nos consume la codicia, ¿qué podemos hacer? Comenzar con reconocer la necesidad de un nuevo sentido moral, de una nueva escala de valores. La codicia, si ponemos nuestra voluntad, cede el paso al contentamiento y la fe, pero quien le da rienda suelta, sufre, irremisiblemente, consecuencias desastrosas.

Jesucristo puede cambiar el alma del codicioso para que viva feliz con lo que tiene. Cristo libra de toda aberración moral. Él imparte equilibrio al alma y da ese don maravilloso de vivir feliz y satisfecho. Sus palabras son: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hechos 20:35).

La vida es larga. No la vivamos sujetos a impulsos que tarde o temprano nos destruirán. Pidamos y recibamos paz de parte de Dios. No deseemos posesiones materiales sino gracia divina. Dios nos dará su paz y viviremos satisfechos.

 

 

 

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FARANDULA

Dionisio Pinzón

 

 


 


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