Ocurrió en el pueblo de San Roque, España, no lejos de Gibraltar. La pequeña Melodie Nakachian, de apenas cinco años de edad, fue sacada de su camita mientras dormía. La envolvieron en frazadas, cubriendo su cabeza con un pesado gorro de lana. La niña no podía ver ni oír casi nada.
Sus secuestradores, dos franceses y dos españoles, cometieron su delito en la oscuridad de la noche.
¿Por qué escogieron a Melodie? Porque sus padres eran muy ricos. Bastaba eso para cometer el delito. Los secuestradores pidieron por la niña un rescate fabuloso: doce millones de dólares.
Pudo ser el secuestro perfecto, pero fracasó por un solo detalle. Uno de los españoles olvidó en el cuarto de la niña su billetera. Esta tenía todos sus documentos, entre ellos direcciones y teléfonos de sus cómplices.
Hay que ser muy descuidado para dejar olvidados los documentos personales en el sitio donde se comete el delito. Y eso que, según dice la policía española, se suponía que esos hombres eran delincuentes profesionales.
Pero no es la primera vez que un delincuente comete un error que lo delata. El más sagaz de los delincuentes tiene que hacer un esfuerzo casi sobrehumano por mantener su compostura cuando sus hechos van contra las leyes de Dios. Precisamente por eso todo delito se comete a escondidas.
Es que el hombre no puede hacer nada perfecto. Los que viven del delito siempre son prófugos, aun cuando no hayan sido apresados. Son prófugos de su propia conciencia que los persigue como sabueso. Las cosas nunca salen bien cuando lo que se busca es un mal. Las eternas y sabias leyes morales de Dios están siempre hostigando al malhechor. La paga del pecado, dice la Biblia, es muerte, y tarde o temprano Dios cobra lo que se le debe.
¿Por qué será que el hombre persiste en buscar su propia destrucción? ¿Cómo no puede advertir las consecuencias? La Palabra de Dios claramente dice: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
No nos destruyamos. Jesucristo quiere ser nuestro Salvador. Él nos ofrece tres cosas que, si acudimos a Él, serán nuestra salvación. En primer lugar, perdona al pecador. En segundo lugar, transforma los móviles que nos arrastran al mal. Y en tercer lugar, nos da poder para vivir conforme a sus leyes divinas. Entreguémonos a Cristo, y Él nos dará una nueva vida.