Tracy Johnson, de veinte años de edad, comenzó a sentirse muy mal. Tenía náuseas, mareos y dolores en el vientre. Ella sabía lo que era. Su bebé pugnaba por nacer. La frecuencia de los dolores, viejos como la existencia de la mujer y antiguos como la vida, no le daban tiempo para llamar una ambulancia o para correr al hospital.
Se dirigió entonces al baño de su apartamento y allí dio a luz. En realidad, no se puede decir que dio "a luz" porque su bebé, una niñita, nació muerta. Los médicos la revisaron y hallaron en su cuerpo cocaína suficiente para matar a un adulto. Sería, pues, más apropiado decir que Tracy no dio "a luz" sino "a tinieblas". Un tribunal de Estados Unidos la condenó a veinte años de prisión por el homicidio de su hijita.
He aquí otro de esos casos tremendos. Una joven, adicta a la cocaína, queda embarazada. A pesar de las recomendaciones médicas, no suspende el uso de la droga. Su bebé absorbe la cocaína, y cuando llega el momento de nacer, ya está muerta. Muere por sobredosis de droga en el vientre de su madre.
Por asociación de ideas, recordamos las palabras de Job, hombre sufriente de la Biblia. En medio de sus sufrimientos, Job clamó: "¿Por qué me hiciste salir del vientre? ¡Quisiera haber muerto, sin que nadie me viera! ¡Preferiría no haber existido, y haber pasado del vientre a la tumba!" (Job 10: 18?19).
Mejor hubiera sido que esta niñita no fuera engendrada. Su destino fue trágico desde el momento mismo en que comenzó su existencia en la matriz. Pero aun mejor hubiera sido que su madre jamás probara drogas, que nadie la indujera al vicio.
Yéndonos más atrás, todavía mejor hubiera sido que nadie fabricara cocaína, que nadie jamás la traficara y que nadie la vendiera en las calles. En última instancia, mejor hubiera sido que nadie jamás inventara ninguna clase de mal, que nadie jamás pecara.
No obstante, el pecado existe. Esa es la realidad. El pecado está en el mundo, y una infinidad de personas no se dan cuenta de que su pecado las está consumiendo, o no les importa.
A Dios gracias, existe también liberación del pecado. Jesucristo es el gran Salvador. Él salva a cualquier pecador que clama a Él pidiendo liberación. Cristo, el Señor viviente, puede salvar, regenerar, transformar y liberar. Basta con que el esclavo del pecado lo busque con toda sinceridad desde el fondo de cualquier angustia, y Él lo librará.