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El hombre que aposto a la esposa

Hermano Pablo | Reverendo

Había un individuo joven, llamado Ramón Travaja, que era un jugador empedernido. Pasaba noches enteras ante el tapete verde apostando su dinero, perdiendo y ganando sin poder romper nunca el círculo vicioso.

Una noche perdió todo lo que tenía consigo, pero aún así continuó jugando. No teniendo nada que apostar, en un rapto de despecho y locura dijo: "Apuesto a mi linda esposa contra el dinero de ustedes."

Los demás jugadores, sujetos enviciados y amorales todos, aceptaron la apuesta. Travaja tenía una linda esposa, de apenas veintitrés años de edad.

El hombre jugó, y perdió de nuevo. Sus contrincantes tenían derecho -ése era el trato- de usar la esposa del jugador para su placer.

Sin embargo, ese hecho malvado no llegó a producirse. Cuando la joven esposa se enteró del trato de su marido, todas sus ilusiones se deshicieron y, entristecida, amargada y despechada, solicitó el divorcio.

Sin duda los hombres estamos pensando: "Yo jamás haría eso con mi esposa. Yo soy un hombre con dignidad." Y tendríamos razón al pensar que no todos los hombres serían capaces de apostar a la esposa en una partida de naipes.

Pero aunque no estemos apostando a la esposa, sí estamos apostando nuestra propia alma en el juego de la vida.

Nos sentamos a jugar ante la mesa de juego de la vida, y cuando todo sale mal, cuando lo hemos perdido todo, recurrimos a la fuga, o al divorcio, o a la trampa, o a la deshonestidad, o al homicidio o, en muchos casos, a la resolución extrema del suicidio.

La vida no es una mesa de juego. Es una oportunidad que nos concede Dios. El alma nuestra no nos pertenece.

Es algo que Dios nos ha prestado para que nos elevemos por encima de las bajas pasiones hacia las alturas de la comunión con Cristo. Muchos, para conseguir un poco de ventaja material, apuestan su alma al diablo mismo, y la pierden para siempre en las tinieblas de la condenación.

No apostemos el alma. Entreguémosela más bien a Jesucristo.



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