Era el 22 de junio de 1986. En el Estadio Azteca, ---lleno hasta los topes--- se jugaban los cuartos de final de la XI Copa del Mundo, entre Argentina e Inglaterra. El primer gol argentino, de Diego Maradona, como se comprobó a través de las repeticiones televisivas desde diversos ángulos, estaba viciado de nulidad, ya que al no poder ganar al portero Peter Shilton en el salto, impulsó la pelota con el puño, rumbo a las mallas de la cabaña inglesa.
El árbitro tunecino Alí Bennaceur, y los auxiliares de banda, el búlgaro Dostchev y el costarricense Ulloa, fueron los únicos que no advirtieron la culminación ilícita de la jugada, y el gol fue aceptado, pese a las protestas del equipo damnificado.
Cuando semanas atrás, el jugador del Barca, Lionel Messi, anotó un gol donde se llevó seis o siete defensores del Getafe, hasta convertir su diana, lo aplaudimos, aunque dejamos constancia de que no se le podía comparar con el de Maradona.
Ayer, en el encuentro entre su club y el Espanyol, ante 90.000 parroquianos y millones de aficionados en todos los países del orbe, este joven que al parecer entiende que tiene derechos para también imitar lo inimitable del gran capitán, se dio el lujo de marcar el primero de sus goles, con una evidente mano, que sólo no advirtió el árbitro Rodríguez Santiago.
Nunca segundas partes fueron buenas. Maradona pagó su pecado, que bautizó "con la mano de Dios", con cierta indulgencia porque su segunda anotación fue magistral. A Messi, por su mala interpretación, le obsequiamos el apodo "de la mano de Satanás".