«Nacido en Asunción en 1827, con 19 años era ya coronel, comandante en jefe del Ejército paraguayo y el colaborador más directo de su padre, el Presidente de Paraguay. A los 27 años, tuvo ocasión de viajar por Europa, donde aprendió el arte militar y contrató a técnicos, matemáticos, arquitectos, literatos, médicos y otros profesionales con objeto de impulsar el desarrollo industrial y cultural de su país. Antes de acceder a la Presidencia, a los 35 años, Francisco Solano López ya había intervenido en diversas misiones diplomáticas con éxito destacado, que reforzaron su creencia en el papel que debía desempeñar en las relaciones políticas entre los Estados del Río de la Plata.
«Junto al deseo de introducir la modernización, las modas y los gustos europeos en Paraguay... persiguió y encarceló a los opositores a su régimen, sin excluir a su propio hermano. Con todo, su decisión más discutida fue el enfrentamiento directo con la llamada Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay), que dio pie al inicio de una contienda de trágicas consecuencias, al final la población paraguaya quedó reducida a una cuarta parte del total, aunque el país pudo conservar su identidad como nación independiente...».
Así resume el hispanista Antonio Gutiérrez Escudero la vida de Francisco Solano López. Herido de muerte en el campo de batalla el primero de marzo de 1870, las últimas palabras del mariscal fueron: «¡Muero con mi patria!». Ese mismo día, a manos de las mismas tropas brasileñas, murió también su hijo mayor, Panchito.
Si Panchito hubiera sobrevivido a su padre, le habría tocado vivir en una nación prácticamente muerta. Pues su patria paraguaya, si bien no murió con el mariscal López, perdió a tantos de sus habitantes que quedaron vivos sólo entre 200 y 300 mil, con proporción de nueve mujeres por cada hombre. Y perdió entre 120 y 160 mil kilómetros cuadrados de sus territorios.
Gracias a Dios, la muerte física no es el fin de todo. Dios ha dispuesto que todos los que reconozcamos a su Hijo Jesucristo como nuestro Salvador personal, y creamos en Él, tengamos vida eterna. Nos lo garantiza Cristo mismo, quien promete resucitarnos en el día final. Hagamos nuestra esa promesa para que así, más allá de sobrevivir temporalmente, podamos vivir eternamente.