Arriba había juego de nubes; abajo, juego de pelota. Arriba, las nubes tormentosas, cargadas de electricidad, chocaban unas con otras; abajo, los jugadores de dos equipos de fútbol de Tlalnepantla, México, cargados de entusiasmo, entrechocaban unos con otros.
Pasiones y fuerzas eléctricas arriba, pasiones y fuerzas emocionales abajo. Todos los espectadores sólo esperaban el silbato final que le pusiera fin al partido, porque la tormenta ya se descargaba. Pero no hubo silbato final; hubo un rayo final. Porque cuando el juego estaba en su momento más tenso, un rayo se descargó de las nubes y mató a Daniel Bolaños, joven jugador de dieciocho años. Bajo la intensa lluvia que siguió, los compañeros de Daniel lloraron su trágica muerte.
Para cada ser humano hay algo final. Podemos llamarlo la hora final, el minuto final, el día final, el momento final, el golpe final, el suspiro final, el latido final. Pero el efecto siempre es el mismo: el fin de la vida aquí, para empezar la vida allá.
Para Daniel Bolaños, que no tomó en serio los truenos y relámpagos y las primeras gotas de la tormenta, fue el rayo final: un rayo que acabó con sus dieciocho años pletóricos de entusiasmo, vida y felicidad. Para los demás de nosotros puede ser el choque final, el ataque cardíaco final o la bala final. Pero siempre habrá un final.
Es precisamente porque hay un final para cada ser humano que cada uno debe prepararse inteligentemente para ese final. Porque podemos ser descuidados en muchas cosas en esta vida, pero el peor descuido de todos es el del día final de nuestra existencia.
Hay hombres prudentes que se preparan a conciencia para el futuro. Ahorran dinero, adquieren propiedades, sacan seguros de vida, invierten en acciones, procuran educar a sus hijos y darles una carrera, escriben su testamento y planean su jubilación con su amada esposa. Pero no hacen arreglos para el Día Final, es decir, para el día después del Día Final. Y así les sorprende la muerte, habiendo hecho arreglos para todo menos para el día más importante, el día en que hay que dejarlo todo y presentarse desnudos ante Dios.
El mejor arreglo para el Día Final, el único arreglo que de veras lo arregla todo, es aceptar hoy a Cristo, recibirlo como Señor de nuestra vida, Maestro de nuestra conducta y Salvador de nuestra alma. Y esto lo hacemos mediante una simple decisión de nuestra voluntad y un simple acto de fe.