Calor sofocante el de ese día. Las chicharras cantaban entre las matas, el sol caía a plomo, y los lagartos dormitaban en la resolana. El río Paraná se deslizaba aguas abajo, lento, perezoso, indiferente.
La señora Filomena Duarte de Pereira decidió pasar la tarde a orillas del río con sus hijos, Claudio de diecisiete y Jorge de once. Todos ellos vivían en la población de Toma Nueva, Entre Ríos, Argentina. Los muchachos, expertos nadadores, decidieron bañarse. Se lanzaron al agua, pero los atrapó un remolino y desaparecieron de la superficie. La madre vio el peligro y, sin medir las consecuencias, se arrojó también al agua para salvarlos.
Trágicamente, los tres se hundieron para siempre en las verdosas aguas. El río Paraná siguió su curso indiferente, y de la triple tragedia quedó un solo testigo: el vómito esmeralda del remanso que se había tragado a los tres.
He aquí un sacrificio heroico pero inútil. La señora Duarte de Pereira no midió el peligro. Vio caer a sus hijos en el traicionero remanso y, conocedora del río y de sus abismos, se lanzó de inmediato a rescatarlos. Seguramente le fallaron las fuerzas, porque se ahogó junto con ellos.
Hay muchos que se sacrifican por sus semejantes: hombres que penetran en las selvas en busca de tribus perdidas; médicos y misioneros que van al África a llevar medicina, comida y ayuda espiritual a personas pobrísimas; policías y bomberos que dan su vida en cumplimiento del deber. Son sacrificios que merecen nuestra gratitud y admiración.
Pero hay un sacrificio en la historia humana que se destaca sobre todos por su significado, por su contenido, por su causa motivadora y por sus resultados maravillosos. Se trata del sacrificio de Jesucristo, hecho por todos nosotros en la cruz.
El sacrificio de Cristo fue supremamente útil porque Él no quedó muerto en la cruz, ni quedó sepultado bajo las aguas, como la señora Duarte de Pereira. Jesús resucitó triunfante al tercer día, y se presentó vivo, con pruebas indudables, a todos los que habían creído en Él, para anunciarles su victoria.
Es por ese sacrificio perfecto, el sacrificio de Dios hecho hombre, que todos podemos recibir vida abundante y eterna.