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En ocasiones son cuadros de seres queridos, los que tiramos al olvido.  |
En un pueblo del interior del país, había un hombre muy conocido y admirado por todos. Su nombre Cervantes, hijo de don Tobías Cedeño, un señor venerado en ese pueblo. Tenían muchos amigos.
Al morir don Tobías, Cervantes heredó la casa de su padre que era grande y bonita. Además heredó propiedades como tierras y ganado.
Como Cervantes se quedó solo, se puso a buscar entre las solteras del pueblo a la que se convertiría en su esposa. Fue entonces que conoció a Maritza, hija de Enrique Rodríguez, otra familia muy conocida en ese pueblo. Ella era secretaria ejecutiva de una empresa nacional con sucursal en el interior.
El noviazgo de esta pareja fue corto. Cervantes y Maritza se casaron. Fue una gran fiesta donde los lugareños y vecinos de otras comunidades participaron. El jolgorio fue tan grande que todavía en ese pueblo se habla de la boda de Cervantes y Maritza.
Como era de esperar en todo matrimonio, vino su primer hijo al que pusieron por nombre Enrique en honor a su abuelo materno, ya que estos esposos habían acordado que si era varoncito llevaría el nombre del padre de Maritza, pero si era niña, le pondrían Rebeca, que así se llamaba la madre de Cervantes. Cariñosamente le decían Kique al bebé.
Un día Maritza le solicitó a su marido que quitara el retrato de su padre de la sala, diciéndole: Quiero remodelar la casa, pondré cuadros modernos, por lo que te pido que le busques otro sitio al retrato de tu padre. Cervantes evitó discutir y pelear con su mujer, por lo que descolgó el cuadro de su papá y fue a colocarlo en la habitación de Kique. Lo clavó justo enfrente de un extremo de la cuna.
Desde ese entonces el bebito se fue encariñando con la foto del abuelo Tobías, al punto que se llegó a decir que el pequeñito parecía que le hablaba a esa imagen y agregan que el retrato le contestaba, porque el niño se reía a piernas sueltas con él.
Pasaron siete meses, Kique se levantaba en su cuna, y era más fuerte el lazo que lo unía a aquella vieja fotografía del abuelo. Cuando lo contemplaba, pasaba sus manitas por los gruesos bigotes blancos y en ocasiones intentaba quitarle los espejuelos al retrato.
Cervantes y Maritza trabajaban. El atendiendo su finca y ganado, ella en la oficina de aquella empresa nacional, por lo que habían contratado a una jovencita a la que llamaban Pita, para que hiciera de nana del niño, pero ésta sólo lo cuidaba hasta las 5:00 p.m. porque asistía al colegio de noche.
A este matrimonio le gustaba mucho asistir a reuniones sociales de su lugar, no perdían fiestas, cocteles, invitaciones, bailes, cenas, etc., etc. Como asistían a todas esas fiestas, ya se habían acostumbrado a dejar a Kique solo en su cuarto entretenido con su abuelo enmarcado en la pared.
Una calurosa noche, salieron como de costumbre, estos esposos a divertirse. Como Pita se fue Kique está tranquilo, encantado con la foto de papá, dijo Cervantes a Maritza al tiempo que ponía llave a la puerta principal de la casa.
Era verano, todo estaba seco, el pasto, la vegetación. Como siempre ocurre en esa época, alguien inconscientemente arrojó una colilla de cigarrillo encendido al borde de la carretera, lo que provocó que se encendiera el pasto seco. La candela como una culebra serpentó velozmente, que en cuestión de minutos había alcanzado la casa donde estaba Kique. El incendio tomó fuerza, lanzando enormes lenguas de fuego que se vieron a la distancia. Los bomberos llegaron, también los vecinos, por más que trataron, la residencia de los Cedeño Rodríguez fue consumida por las llamas.
Al llegar Cervantes y Maritza vieron con horror que del cuarto de Kique no había quedado nada, solo el metal de la cuna. Le preguntaron a los bomberos que si no habían visto a un bebé de siete meses. Ni los bomberos, ni los vecinos habían visto a nadie, menos a un bebé. Ni siquiera lo hemos oído, ni tampoco hemos encontrado su cuerpecito, dijo uno de los Camisas Rojas. Maritza estaba inconsolable sobre los brazos de Cervantes. Mientras los vecinos se lamentaban y los bomberos recogían sus pertrechos de labores, en la oscuridad, oyeron una risa infantil que venía de un árbol de tamarindo. Todos se dirigieron allí. Alumbraron con sus linternas... y ahí sentado en el suelo estaba Kique riéndose y como si hablara con alguien.
Anonadados, se preguntaron, ¿cómo había llegado ese niño hasta ese lugar, si ni siquiera sabía gatear? ¿Quién lo sacó de la cuna en medio de las llamas y ese niño no presentaba ni siquiera un rasguño?
La respuesta la encontraron cuando levantaron al bebé y debajo de él estaba “El retrato del Abuelo”.
MORALEJA
En ocasiones son cuadros de seres queridos, los que tiramos al olvido. Pero también muchos echan al sótano o cuartos oscuros a seres queridos en vida, porque se avergüenzan de ellos, que les dieron el ser, los mantuvieron, los criaron, y que ellos siempre los tuvieron en el mejor lugar visible de la sala, porque se sintieron orgullosos de ellos como hijos. |