"Soledad, ese es el problema" pensó Alonzo Berríos, argentino de cincuenta y nueve años de edad. "Soledad y silencio. ¡No se puede vivir así!" Y decidió tomar una medida drástica.
Porque un hombre no puede vivir en la soledad, y no puede vivir hablando sólo con sus pensamientos, y porque no basta lanzar angustiantes preguntas a la pared, ni salir a las montañas para ver si su eco le responde. En fin, porque la vida de un ser solitario no es vida, y algo se tiene que hacer.
De ahí que Alonzo Berríos, adinerado y soltero, decidiera ofrecerle veinticinco mil dólares a quien pudiera enseñarle a hablar a su cotorra. "Cualquier cosa -dijo Alonzo-, cualquier cosa con tal de poder hablar con alguien."
He aquí un caso curioso. Parece un chiste, o algo inventado por alguien con imaginación muy fértil, pero no lo es. Alonzo vivía el drama de muchos hombres ricos y solteros. Al principio riquezas y soltería parecen una buena combinación. Dinero para gastar a manos llenas, y libertad para disfrutarlo todo, a sus anchas. Esa parece ser la fórmula de la felicidad.
Pero al pasar los años el dinero comienza a hastiar. Los amigos que el dinero trae también terminan aburriendo. Los placeres materiales ya no producen gozo, sino sólo colesterol, ácido úrico y úlceras. Y el hombre comienza a sentir la presencia de un fantasma que lo consume. ¿El fantasma? La soledad.
Es entonces que busca por el cuarto, por la casa, por el patio, por el jardín, por cualquier lugar, la presencia de la esposa que nunca quiso tener. Y el hombre solitario se da cuenta del inmenso valor que tiene, en los años seniles, la mujer amada.
Es de notarse que Dios no sólo creó a Adán. No sólo hizo a un hombre. La Biblia dice que, mirando Dios a Adán, mientras dormía en el huerto, dijo: "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada" (Génesis 2:18).
Fue entonces cuando las delicadas manos del artista divino formaron a Eva. Desde entonces la naturaleza misma une un hombre a una mujer, y une una mujer a un hombre. Ese fue el propósito de Dios, y así lo fue desde el principio.
El hombre casado debe dar gracias a Dios por su esposa y mantener siempre la comunicación con ella, hablándole con amor y ternura. Que no desprecie la bendición humana más grande que Dios le ha dado, su esposa.