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Salvada de las fauces de un caimán

Buzón de los lectores | Hermano Pablo

Reverendo

Era una mañana clara y despejada, típica de la región de La Mosquita en la costa nordeste de Honduras. Unas mujeres, que despreocupadas lavaban la ropa, oyeron de repente los gritos despavoridos de una niña. Alzaron los ojos hacia el sitio desde donde provenían los gritos, y apenas alcanzaron a ver la figura de la niña arrastrada por debajo del agua. La madre instintivamente supo lo que era: ¡un caimán! Así que agarró un palo y salió corriendo hacia el temible reptil, sin pensar en lo que pudiera pasarle a ella misma.

Las otras mujeres le gritaron que era imposible salvar a su hija, que no se metiera en el agua porque el caimán podría matarla a ella también. Pero la madre no les hizo caso, ya que sólo le importaba salvar a su hija. Con el palo en la mano, se lanzó sobre el peligroso reptil e hizo lo primero que se le ocurrió: puyó los ojos del caimán hasta hacerlos sangrar. A causa del dolor y de la ceguera, el caimán soltó a la niña, se retorció en el agua y desapareció.

Cuando más lo necesitamos, nuestro cuerpo libera adrenalina, llamada la hormona de la emergencia, a fin de estimular y fortificar nuestro organismo para contrarrestar el peligro que lo amenaza. La adrenalina aumenta el ritmo y la fuerza de flujo de la sangre del corazón, y sirve de mediadora química para transmitir los impulsos nerviosos a los órganos destinados a responder al estímulo.

Lo cierto es que en una emergencia nuestro cuerpo no hace más que seguir la norma establecida por su Creador. Frente al peligro del pecado que nos separa de Dios eternamente, el Padre celestial, cuando más lo necesitábamos, envió a su Hijo Jesucristo al mundo, liberándolo a Él como adrenalina a fin de liberarnos a nosotros. Cristo, nuestra Adrenalina divina, nos da la fuerza necesaria para contrarrestar ese peligro mortal del pecado, pero no mediante un mayor flujo de sangre nuestra, sino mediante el flujo de su propia sangre que vertió al morir en una cruz por nosotros. Y ahora, en calidad de único Mediador entre Dios y los hombres, nos transmite sus impulsos divinos a fin de socorrernos cuando somos tentados. Mediante su estímulo poderoso, se dispone a rescatarnos del peligro del pecado cada vez que lo afrontamos.




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