De acuerdo a las sagradas escrituras Jesús dijo: "Dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos es el reino de los cielos". En ese sentido, entendemos que por sus nobles y puros corazones, son salvos porque en ellos no se han sembrado las maledicencias, los complejos, los prejuicios y la irresponsabilidad. José Martí escribió en una ocasión en su obra Mujer Adúltera, refiriéndose a las madres, que Dios debía castigar a las madres que apartaban a sus hijos de sus padres, a las que le hablaban odios a sus oídos y envenenaban sus puros corazones de maldad.
Muchos padres decimos que amamos a nuestros hijos y muchas autoridades del código de la Familia sostienen que velan por sus derechos y los tutelan como bienes jurídicos, pero por las incongruencias legales, lagunas jurídicas, por las adversidades, por inmadurez, por emociones no canalizadas o por la bravura obtenidas de las flagrantes y constantes violaciones a los derechos humanos o maltrato psicológico y físico a los hombres, actuamos, no envenenando sus mentes, pero sí de una u otra forma podemos afectarlos.
Pero también tenemos que tener claro que la vida no es fácil y que si queremos educar y formar bien a nuestros hijos tenemos que hacerles ver la realidad como es. Dios como padre nos permite que por nuestra voluntad aprendamos, porque nos quiere, y en esos duros momentos de pruebas, provocados por nuestros propios deseos (Stgo. 1-13), tenemos el tiempo y la soledad para recapacitar, reconocer los errores y cambiar para bien. Pero no es menos cierto que cuando nos consideramos amigos verdaderos de alguien tenemos que decirles las verdades a duras como el dicho que "Amigo es quien te aporrea y te hace llorar". Los hijos, cuando se quieren, se deben corregir sin maltratar, darles calidad de tiempo, no ofenderlos, demostrarle con hechos que los queremos, y hacerles entender que si no quieren escuchar o seguir nuestros consejos, después que no se quejen; lamentablemente, muy pocos aprenden por cabeza ajena.