En Panamá todos tenemos muchas razones plenamente justificadas para demostrar nuestro descontento en las calles. En primer lugar, todos los productos de primera necesidad están subiendo de precio, en una escalada que parece no tener fin. Ya sea el pan, la carne, o los lácteos; cada nuevo viaje al súper es una historia de terror.
También está el precio del combustible, que está acercándose peligrosamente a los 4.00 dólares el galón. Esto nos golpea a todos, independientemente de si tenemos auto o no.
La inseguridad es una realidad de la que ni altos funcionarios han podido escapar.
El sistema de transporte urbano está peor que nunca, y con la amenaza constante de subir la tarifa. En tanto, el sistema educativo público del país está pasando por uno de sus peores, si no peor, inicio de clases, por cuenta de las escuelas desabastecidas y afectadas por la fibra de vidrio.
Y encima de todo eso, el gobierno parece no reaccionar con la velocidad que de ellos se espera, y menos aún prever los problemas que se avecinan.
Sin duda que todos debemos protestar, y en las calles si es necesario. Lo que definitivamente no necesitamos es depredarnos a nosotros mismos, vandalizando propiedad privada y pública.
Algunos, envalentonados por los gritos de una multitud enardecida, aprovechan para destrozar autos, saquear locales, y en casos en extremo tristes, destruir instalaciones de escuelas, como en los últimos enfrentamientos entre un puñado de estudiantes del Instituto Nacional y la Policía, por el actual problema educativo. Si eran infiltrados o no, aún no se sabe, pero lo que sí es cierto es que ninguno de quienes destrozaron bancas, sillas y puertas del Nido de Águilas les interesa con la educación, o con verdaderamente tener un mejor país.