A ORILLAS DEL RIO LA VILLA
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Santos Herrera

La tierra para trabajar escaseaba en el pueblo. Por eso, una tarde, atraído por las sirenas de la guerra, se montó en una chiva gallinera y se fue a buscar trabajo en la Zona del Canal. El interiorano aprovechó ese efímero momento con destellos de oro y guardó algunos pesos. En la capital empezó como peón en las construcciones de edificios y terminó de albañil. Transcurrieron semanas santas y fiestas patronales y más nunca regresó al pueblo. Ni siquiera para la muerte de su madre que le mandaba angustiosos recados pidiéndole que quería verlo antes de morir. Por más que le preguntaban las razones de su negativa de visitar la tierra donde nació y compartió parte de su juventud, nunca quiso dar ninguna explicación. Formó una familia y con esfuerzos educó a sus hijos. A ellos jamás les habló de su terruño. Sin embargo, acá en el pueblo, cuando se acordaban de él, decían que era un hábil cazador y un buen preparador de caballos de paso. Cuando se borran los recuerdos, la ceniza de los años entierra en la tumba del olvido, a las cosas y a los hombres.

Otra tarde, pero cincuenta años después, llega al pueblo el mozo que había partido cuando tenía veinte años y que jamás quiso volver. Era un día de la Semana Santa. Con paso lento y mirada cansada procuraba reconocer las cosas, pero todo había cambiado. Llegó a la iglesia vieja donde había sido bautizado y la encontró abandonada. No sabía que el pueblo, unido y organizado, había construido un nuevo templo. Buscó la vivienda de sus padres y encontró un minisuper atendido por unos chinitos. Continuó caminando y no saludaba ni lo saludaban. En las afueras del pueblo no encontró la quebrada donde entre zambullidas y jolgorio pasó horas felices con sus amigos. No observó en los patios ni en los caminos, el mango pintón, las ciruelas traqueadoras, los marañones que para esa época se desgajan. Las callejas donde jugó en su infancia fueron reemplazadas por amplias avenidas agitadas por un febril movimiento mercantil. Procurando una sombra, entra a una cantina y pide un trago fuerte. A falta de diálogo, es el cantinero el que pregunta y el visitante al verlo tan comunicativo, se atreve a mencionar algunos nombres de moradores del pueblo. De los mencionados, la mayoría son gente desconocida por el salonero y de los pocos que conoce, le informa que ya están muertos. Mira a los parroquianos, que apurados se toman sus tragos, antes de que venga la policía a cerrar el local por orden del alcalde y no identifica a nadie y tampoco ellos lo reconocen. A la hora de la procesión se ubica en una esquina del pueblo y con ansiedad trata de identificar de la enorme multitud una cara conocida y no conoce a nadie ni tampoco recibe un saludo. Participa en la misa de la cena del Señor y del lavatorio de los pies, y cuando llega el acto de darse el saludo de la paz, nadie le da la mano ni él tampoco la puede ofrecer. Es entonces cuando toma su maleta y a pie abandona el pueblo porque él no conoce a nadie y nadie lo conoce a él.

 

 

 

 

 

 



 

AYER GRAFICO
La gran Feria Nacional de Azuero se proyecta con carácter internacional


CREO SER UN BUEN CIUDADANO
Sin embargo, ejecuto muy mal el programa PARVIS


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