«Concedido -pronunció el juez-. Declaró disuelto el matrimonio de Esteban y Muriel Koch.» Acto seguido, los ex esposos se dieron la mano y, sin decir palabra alguna, salieron del juzgado. Pasados 40 años, los dos se encontraron una vez más en el juzgado. «Los declaro esposo y esposa -dijo el juez-. A los que Dios ha unido, que ningún hombre los separe.» Habían vuelto a unirse en matrimonio.
He aquí una historia de amor aplazado. En sus primeros dos años de casados, Esteban y Muriel habían tenido dos hijos. Pero también habían tenido serios conflictos, por los que habían dado por fracasado su matrimonio. Gracias en parte a su hijo y a su hija, que no dejaron de esforzarse por reconciliarlos, la nueva unión por fin se dio.
Este sorprendente caso nos lleva a reflexionar sobre tres importantes componentes del matrimonio. El primero es el amor. Cuando hay amor mutuo, producto de un verdadero deseo de amar y de ser amado, ese matrimonio perdura. El amor puede tener sus momentos de incomprensión; pero como el manantial subterráneo, a la larga resurge, y vuelve a correr hacia la luz del sol. El amor genuino es perdurable.
El segundo componente del matrimonio es la familia. Lynette y Roberto, los hijos de la pareja divorciada, determinaron rescatar los valores familiares con los que se formó su hogar. Lucharon año tras año, y no se dieron por vencidos hasta conseguir lo que deseaban: unir nuevamente a padre y madre.
El tercer componente del matrimonio es la comunicación. Aunque ésta se cortó cuando Esteban y Muriel se divorciaron, no fue una ruptura permanente. Sus hijos contribuyeron mucho a que se mantuvieran en contacto.
A Dios gracias que Él, en calidad de diseñador del matrimonio, quiere que experimentemos en carne propia el fuego de un amor mutuo que perdura, el calor del hogar que es fruto de la unidad familiar, y la pasión de una relación íntima que se nutre con una comunicación constante. Pero conste que Dios no sólo desea que experimentemos una insuperable relación matrimonial con nuestro cónyuge sino también una íntima relación familiar con Él. Así como le prometió a su pueblo Israel en tiempos del profeta Jeremías, Dios nos asegura hoy a nosotros, que somos su pueblo: «Con amor eterno te he amado. Haré contigo un pacto eterno: Nunca dejaré de estar contigo para mostrarte mi favor.»