No nací para trasnocharme en los hospitales. Tampoco nací para recibir una llamada a las dos o tres de mañana de parte de un paciente que dice estar muriéndose, pero ¿saben qué? No tuve más remedio que tomar un curso de tres años para recibirme como médico de la familia.
Mis primeros estudios fueron anatomía. ¡Qué curioso!, Quien me enseñó primero fue un ginecólogo obstetra. Él me mostraba, a través de un monitor, las partecitas de un cuerpo. Era un bebé en formación que podía ver en vivo cada vez que asistía a sus clases. Fui casi por nueve meses. El médico me indicaba donde estaba cada parte. "Esta es la manito", "este es el corazón", "aún no puedo ver el sexo, pero en unos meses lo sabrás con exactitud", decía mientras anotaba todo en el disco duro de mi mente.
Lo más hermoso de la clase fue que, al finalizar el módulo de estudio, pude tocar el cuerpo con mis manos: Era una niña.
Me gustó tanto la experiencia que la repetí. En esta ocasión, también era una niña y me dije: "Wao, qué bendición. Soy un estudiante de medicina afortunado".
Mis años en la carrera transcurrieron con normalidad. Era el único que no usaba la bata blanca y que tampoco había tenido días libres en tres años, pero me sentía a gusto como médico residente. Creo que en Panamá somos muy pocos los que atendemos a los mismos pacientes de por vida. En mi caso son dos.
Una madrugada, la madre de la bebé me llamó. No tuvo necesidad de usar beeper, ni celular, pues estaba a 10 centímetros de ella, y me dijo: "las niñas están vomitando".
El cuadro era delicado. Era la primera vez que atendía un caso múltiple y, cómo no tenía otros colegas cerca, salí en busca de soporte para tener un diagnóstico más profundo de la situación. Fui a parar al cuarto de Urgencia de las Especializadas Pedriáticas. Una de mis pacientes recibió un cartón verde y la otra uno de color amarillo (la más bebé). Un colega muy joven nos ayudó y, aunque no le hicieron exámenes, presenció un cuadro de deshidratación y desde luego la canalizó.
El vómito fue controlado, pero no así la diarrea. El segundo día di de alta a la mayor de tres años, pero la más chica permanecía igual. Una noche la noté otra vez mal y la llevé donde mis colegas del cuarto de Urgencia de Arraiján.
No me gustó la actitud del sistema de atención, pues no le dieron mucha importancia y advirtieron que ese asunto no merece urgencia. Al noveno día, otra vez la menor cae en crisis de deshidratación y salí en busca de otra opción más cercana en el cuarto de Urgencia de la Policlínica Santiago Barraza. La atención fue excelente. Hubo un trato profesional, salvo al final cuando el colega que hacía el otro turno se salió con una patanería y consideró que la paciente no mereció ser canalizada, contradiciendo la opinión del médico de filtro, además reiteró que estos casos no son de urgencia.
Pasado el susto más o menos (porque este martes tuve que correr con su pediatra), he aprendido una palabra nueva: "rotavirus", nombre del virus que está matando a medio millón de niños en el mundo por deshidratación a consecuencia de la diarrea incontrolable. Estoy casi seguro que esto lo tenía mi paciente y nadie me indicó.
La atención en los cuartos de urgencia de los hospitales debe mejorar. No es posible que se juegue con la salud de los pacientes comunicándoles que su caso no es grave cuando la Organización Mundial de la Salud está alertando sobre una epidemia de "rotavirus" en varios países. Afortunadamente, el Ministerio de Salud comenzará a aplicar desde la próxima semana una vacuna contra este mal a niños menores de seis meses.
Esa es una buena noticia para los que en verdad nos preocupamos por la vida humana, aunque nos convirtamos en médicos a la fuerza.