No faltaba mucho para que finalizara la Edad Media. Florecía el misticismo español, cuyos más altos representantes eran Santa Teresa de Jesús y Fray Luis de Granada. Tal vez se deba precisamente a esa tendencia mística el que haya permanecido en el anonimato quien escribiera los siguientes versos:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor: muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.»
No sabemos a quién atribuirle este conocido soneto «A Cristo Crucificado», pero sí sabemos sin lugar a dudas que no sólo refleja el misticismo español como ninguna otra obra, sino que también refleja el incomparable amor al que nos llama Dios.
¿Cómo justifica Dios el que lo amemos así? San Juan, el apóstol del amor, nos da a entender que al amar a Dios no hacemos más que corresponder, porque Él nos amó primero. Nos demostró su amor cuando aún éramos pecadores y no merecíamos nada de parte suya. El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios -concluye San Juan-, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados.
«Con esa manera de amar -dice Sancho Panza en el Quijote- he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena.» Así alude Cervantes al famoso soneto. Jesucristo no tenía nada que ganar personalmente con dar su vida por nosotros. A Él no lo movió ninguna esperanza de gloria; al contrario, abandonó la gloria del Padre para que nosotros pudiéramos entrar en ella. Si aceptamos ese amor incondicional y desinteresado, recibiremos el perdón de nuestros pecados. Así no habrá sido en vano su sacrificio por nosotros.