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Jueves 24 de febrero de 2000




MENSAJE
La fuerza de la multitud

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Hermano Pablo

La torre de televisión en Belem, Brasil era alta: ciento tres metros cabales. Y el viento soplaba fuerte ese día. Por lo alto de la torre y la fuerza del viento, ésta se balanceaba haciendo ondulaciones en el aire.

Arriba en la torre estaba Carlos Ballo, joven de veintidós años de edad. Pero además de su balanceo precario en la torre, su corazón también, lleno de angustia, sufría desequilibrios emocionales. ¿Se lanzaba, o no?

Abajo, la multitud, víctima de los vientos mórbidos de la curiosidad, gritaba: «¡Tírate! ¡Tírate!» Así que Carlos Ballo, batido por tantos vientos y arrebatado por impulsos más fuertes que él, se arrojó al vacío. Una nota suicida daba a conocer su razón: «La vida no es digna de ser vivida. Mi novia me ha dejado. Que Dios me perdone. Adiós.»

Hubo varios factores que influyeron en la decisión fatal de Carlos, pero lo que por fin lo llevó a hacerlo fue la fuerza tremenda de la multitud. Cuando se forma un motín, y cientos de personas comienzan a gritar lo mismo, la multitud cobra fuerza de ciclón, y la mente colectiva se nubla, la razón cesa, la conciencia se diluye, y la moral, si es que la hay, se esfuma. La multitud, ciega de pasión, sigue sólo instintos animales y devora a su presa.

¿Qué significa esto? Que cuando no hay convicciones, cuando no hay conciencia, cuando no hay responsabilidad, tampoco hay dirección. Todos nos volvemos locos siguiendo el grito de quien está más cerca de nosotros. No vemos razones. No analizamos. No medimos consecuencias.

Carlos Ballo se mató vencido por una convulsionada voz interior que fue más fuerte que él, pero lo empujó la voluntad ciega y homicida de la multitud, que lo incitó al salto sólo para presenciar un espectáculo morboso más.

Hacemos mal en darle tanta importancia al qué dirán. Sólo Cristo tiene la Palabra fiel y verdadera, la moral justa y buena, la enseñanza sabia y correcta.

Por eso nunca debemos dejarnos llevar por la multitud. Pongamos nuestra confianza en Jesucristo, el mejor Maestro y el único Salvador. Él les hablaba a las multitudes cuando éstas lo recibían, pero con más frecuencia se dirigía al individuo, y decía sencillamente: «¡Sígueme!» Cristo todavía está llamando. Seguirlo a Él es la decisión más sabia que el hombre puede tomar. Sigamos a Cristo. Él no nos defraudará.

 

 

 

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