Teodoro Healy era un joven médico psiquiatra inglés. Tenía una carrera brillante y una numerosa clientela. Trabajaba para la mejor clase social de Londres. En uno de sus viajes que había hecho por España, había adquirido una vieja espada del siglo dieciséis, de las mismas que habían usado los caballeros del rey Felipe.
La hermosa espada, como trofeo de turismo, adornaba una de las paredes de su consultorio. Una tarde estaba atendiendo a un paciente, un hombre que sufría ciertas perturbaciones mentales leves. En un momento en que el doctor estaba distraído con sus apuntes, dándole la espalda al paciente, éste se levantó, agarró el arma y la hundió en la espalda del doctor hasta la empuñadura. El joven médico quedó muerto sobre su mesa de trabajo, y el paciente huyó escaleras abajo.
La vieja espada, que seguramente intervino en muchos duelos y contribuyó a derramar la sangre de muchos hombres, cuatro siglos después, ya convertida en objeto de arte, había provocado una muerte más: la de un joven psiquiatra inglés, en un consultorio de Londres.
¿Es verdad que fue la espada la que realizó tantas muertes? No, no fue la espada. ¿Fue entonces la mano que la dirigió? No, tampoco. ¿Qué o quién, entonces, derramó sangre humana con ese acero? Fue el corazón que estaba detrás de la mano que empuñaba la espada.
El único directamente responsable de todas las acciones que realiza el hombre es él mismo. La pistola que dispara el tiro mortal, el puñal que desgarra el corazón, la pluma que escribe el anónimo perverso, la aguja que inyecta la droga destructora, son apenas instrumentos de la persona que los maneja.
Todos nos movemos por los impulsos de nuestra alma. Si tenemos el alma enferma, nuestras acciones serán malas. Sólo Cristo puede limpiar nuestra alma, dándonos un nuevo corazón y un nuevo espíritu.