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Viernes 7 de enero de 2000


MENSAJE
Cirugía a la brava

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Hermano Pablo

Es un tumor -anunció fríamente el médico-, un tumor creciente en el cerebro.» Y agregó, como remachando una sentencia de muerte: «Es inoperable.»

Así comenzó la odisea de Arpad Zekeres, ciudadano húngaro conductor de camiones. Siguió trabajando un tiempo, pero cada vez le era más dificultoso conducir con seguridad el inmenso vehículo.

Un día tomó una decisión. Antes de seguir sufriendo y terminar su vida en una agonía atroz, se volaría los sesos. Así que tomó un revólver, se lo apuntó a la cabeza y disparó. La bala hizo volar el tumor canceroso, dejando intacto el resto del cerebro. Hubo, por supuesto, un período de recuperación, pero Arpad quedó sano, como si hubiera sido operado por el neurocirujano más hábil del mundo.

Hay casos como éste que no sabe uno si calificarlos como providenciales o circunstanciales. Este hombre, que no tenía la filosofía ni de los estoicos ni de los epicúreos, sino que sufría como cualquier mortal del mundo, decidió cortar sus sufrimientos antes que fueran mayores. Pero como que hubo algo que se valió de ese disparo para que la bala extirpara el tumor y dejara sano al enfermo. ¿Milagro? ¡Quién sabe! Pero eso fue, cuando menos, lo que pensó el doctor Balint Rady que lo atendió.

¡Cuántos hombres hay, cargados de problemas, pesares y angustias, que apelan a un tiro de revólver para -según ellos- terminar con todo. Pero un tiro de revólver sólo cambia un problema por otro. Matarse uno es entrar de una vez en el juicio de la eternidad, y comparecer con el delito moral del suicidio.

Hay otro poder mejor, más justo, más bondadoso y más sabio, que el poder brutal de una masa de plomo disparada por una carga de pólvora. Es el poder divino. Dios, en la persona de Cristo, se ofrece para ayudarnos a todos en todos nuestros problemas. Él es la fuente de la vida que vale. Es el manantial de toda bendición verdadera. Él cambia, si no la circunstancia, nuestra actitud.

Cuando hacemos de Cristo el Señor de nuestra vida, el que rige nuestra voluntad, tomamos contacto con esa fuente poderosa de ayuda. Al hacer entrar a Cristo en nuestra vida, cumpliendo sus ordenanzas, siguiendo sus consejos y confiando en Él con la confianza de un niño, encontramos la paz que habíamos perdido. Jesucristo no quiere nuestra destrucción. Al contrario, por eso dejó la gloria del cielo y vino a este mundo. Él sabía que con el sacrificio de su vida vencería al maligno.

No busquemos la paz en la muerte. Busquémosla en la vida. Cristo quiere y puede ser nuestra paz en esta vida.

 

 

 

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Erik de Icaza, la fórmula original está sonando

 

 


 


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