MENSAJE
Cirugía
a la brava

Hermano Pablo
Es un tumor
-anunció fríamente el médico-, un tumor
creciente en el cerebro.» Y agregó, como remachando
una sentencia de muerte: «Es inoperable.»
Así comenzó la odisea de Arpad Zekeres, ciudadano
húngaro conductor de camiones. Siguió trabajando
un tiempo, pero cada vez le era más dificultoso conducir
con seguridad el inmenso vehículo.
Un día tomó una decisión. Antes de seguir
sufriendo y terminar su vida en una agonía atroz, se volaría
los sesos. Así que tomó un revólver, se
lo apuntó a la cabeza y disparó. La bala hizo volar
el tumor canceroso, dejando intacto el resto del cerebro. Hubo,
por supuesto, un período de recuperación, pero
Arpad quedó sano, como si hubiera sido operado por el
neurocirujano más hábil del mundo.
Hay casos como éste que no sabe uno si calificarlos
como providenciales o circunstanciales. Este hombre, que no tenía
la filosofía ni de los estoicos ni de los epicúreos,
sino que sufría como cualquier mortal del mundo, decidió
cortar sus sufrimientos antes que fueran mayores. Pero como que
hubo algo que se valió de ese disparo para que la bala
extirpara el tumor y dejara sano al enfermo. ¿Milagro?
¡Quién sabe! Pero eso fue, cuando menos, lo que
pensó el doctor Balint Rady que lo atendió.
¡Cuántos hombres hay, cargados de problemas,
pesares y angustias, que apelan a un tiro de revólver
para -según ellos- terminar con todo. Pero un tiro de
revólver sólo cambia un problema por otro. Matarse
uno es entrar de una vez en el juicio de la eternidad, y comparecer
con el delito moral del suicidio.
Hay otro poder mejor, más justo, más bondadoso
y más sabio, que el poder brutal de una masa de plomo
disparada por una carga de pólvora. Es el poder divino.
Dios, en la persona de Cristo, se ofrece para ayudarnos a todos
en todos nuestros problemas. Él es la fuente de la vida
que vale. Es el manantial de toda bendición verdadera.
Él cambia, si no la circunstancia, nuestra actitud.
Cuando hacemos de Cristo el Señor de nuestra vida,
el que rige nuestra voluntad, tomamos contacto con esa fuente
poderosa de ayuda. Al hacer entrar a Cristo en nuestra vida,
cumpliendo sus ordenanzas, siguiendo sus consejos y confiando
en Él con la confianza de un niño, encontramos
la paz que habíamos perdido. Jesucristo no quiere nuestra
destrucción. Al contrario, por eso dejó la gloria
del cielo y vino a este mundo. Él sabía que con
el sacrificio de su vida vencería al maligno.
No busquemos la paz en la muerte. Busquémosla en la
vida. Cristo quiere y puede ser nuestra paz en esta vida.
|
|
|