Martes 25 de mayo de 1999

 








 

 


UNA DE LAS TRES MAS GRANDES DE PANAMA
Isla de San Miguel, donde se atrapan las gallinas con rifles

 

Julio César Caicedo M.

La isla de San Miguel es una de las tres más grande de la República de Panamá. Está ubicada en el Océano Pacífico, casi abrazada por los extremos del golfo mayor, y vista desde un avión, parece una mantarraya sobre el mar en busca de aguas tibias. Pertenece al distrito de Balboa, formado por los corregimientos de San Miguel, La Ensenada, La Guinea, La Esmeralda, Pedro González y Saboga. Habita una municipalidad de isleños: 1,000 mujeres y 2,000 hombres, todos fervorosos cristianos en su mayoría católicos.

El punto más importante de la isla es el pueblo de San Miguel, pero los verdaderos tesoros de la isla están en su gente, sus montañas, animales silvestres, ensenadas, playas, longos, quebradas y ríos.

El que afirma conocer San Miguel, con sólo visitar al pueblo en Semana Santa, está muy lejos de la verdad, pues hay que conocer La Ensenada con gente tan inocente que discute por los patos que caminan sobre los techos de las casas y que terminan los diálogos con las primeras sombras de la noche, concluyendo que esa isla tiene dueños en la capital y que algún día los sacarán a todos de allí. La Ensenada tiene una quebrada con abundante agua, que abastece del líquido hasta en las más tórridas épocas secas. Las noticias de ellos se limitan a la radio y a los periódicos viejos. La comida es abundante y balanceada. En La Ensenada, al igual que en el resto de la isla las proteínas las brinda el mar y los carbohidratos de la fértil tierra.

Los vivientes de La Ensenada son más verduleros que cualquier otro pueblo en el mundo, allí no falta el ñampí, el ñame, la yuca, el otoe, el plátano, el pescado y los camarones finos son cotidianos. Las aves que más se ven son los gallos de peleas con sus críos. El deporte que entretiene en la isla durante todo el año es el de los gallos. La pelea de gallos y la procesión de Semana Santa son los únicos eventos que hacen coincidir a compadres, conocidos y amigos. Pero los gallos son la conversación eterna, superando en interés y porfía a los apostadores hípicos de El Chorrillo, acá en la ciudad.

El punto más alto de la isla es el Cerro Chiqueros, desde allá pude observar muy de mañanita, la cúspide del Cerro Trinidad. Los vivientes de San Miguel son dichosos pues en un territorio aproximadamente como la provincia de Herrera, tienen 65 quebradas vivas, sin contaminar, que nunca se secan, llenas de camarones de agua dulce, que propician el hábitat de muchos roedores, aves y mamíferos. En algunos parajes inhóspitos como Punta Grillo existen manadas de puercos castilla y esteros con cocodrilos más grandes y peligrosos que el enorme cocodrilus Fuscus de 21 pies, atrapado en Diablo Hight durante la invasión del '89 y que ahora tenemos cautivo en Summit.

El pueblo más pintoresco de la isla y único que no está a orillas del mar es La Guinea, para ir hasta allá hay que cruzar el río Palenque. Este cauce cuando es marea seca, es una corriente que parece un tejido de hilillos vivos. Palenque es del ancho del Canal de Panamá en la entrada del Pacífico, que puede pasar caminando, solamente cuando está seco, pero cuando sube la marea y da por la rodilla usted puede ser comido por un tiburón o por un lagarto. Y cuando está crecida la marea, se produce un choque de corrientes inexplicables que ni los barcos camaroneros se atreven a entrar a La Guinea. Son olas encontradas que producen violentos remolinos. Aquella vez que lo cruzamos, fuimos advertidos por el guía, de los lagartos que se entierran en la espesa lama, para atrapar bancos de corvinas, que penetran muy adentro buscando también el sustento natural, de esa biota marina tan rica de la isla de San Miguel.

Fue en el pueblo de La Guinea, donde me enteré que las gallinas hay que atraparlas con rifle. Me ofrecieron un sancochito, lo que me alegró muchísimo, pues veía las parvadas de gallinas con gallos de muchos colores y contrastes, todos los grupos contaban con pollitos volantones, picoteando y orillando las casas muy cerca de los montes. Colgué mi hamaca entre dos matas de frutas de pan, esperando el caldo y no había cerrado los ojos cuando me despertó el candelazo de un rifle, y mis ojos adormilados vieron cómo el gigante Andrés Santimateo, salía del rastrojo con un pollo grande y gordo, muerto y cogido por las patas. No pregunté, pero casi me di cuenta de inmediato, que en ningún pueblo de San Miguel existen cercas, cada familia conoce sus gallinas, saben si son hijos de la grifa con el pescuezipelao, o del embotado con la carata, etc. También reparé, que meterse en esos rastrojos a corretear a una gallina es imposible, sumado a que en los montes de la isla abundan como en ningún otro lugar tropical, barreras de la filosa yerba mandinga o cortadera, capaz de zanjar heridas dolorosas en caras y brazos a las personas que rocen con ellas.

Para llegar al extremo de la isla, demoré diez días, entretenido con una construcción precolombina que dejaron allí los indios terariques: Enormes trampas de piedras para atrapar peces. Antes que los actuales y felices sanmigueleños en la isla vivían los indios terariques, que abandonaron ese paraíso, después que el barbudo de Balboa decapitase al rey terarique, autóctono complaciente, que en vez de halagar a don Vasco Núñez con una cesta llena de oro, le salió con dos jabas repletas con las mejores perlas.

Los inocentes que disfrutan hoy día en la isla de San Miguel, provienen de un naufragio de hace tres siglos con destino al Quibdó colombiano y no hay que dudarlo porque sazonan la cambombia con huevos y ají picante, hacen guachos de arroz, frijoles y pescado con todo y espinas. Y, lo más asombroso es que absolutamente nadie toma precauciones para comerse ese sabroso plato con espinas. Los niños se recuestan al pollo de la casa a comer y a comentar los castigos de la maestra y cada cierto tiempo lanzan las espinas con un especial movimiento de la boca, las agujas salen reblanquitas de gusto. Cuando todos terminaron de comer, nosotros apenas orillábamos la totuma con mucho cuidado, pero terminamos igual, sin dejar rastro de espinas porque las masticamos y nos las tragamos.

En el pueblo de La Esmeralda, segundo en importancia política en la isla, visitamos al patriarca Manuel Rosales, padre de los isleños más altos de San Miguel.

Allá nos llevaron a un aeropuerto abandonado por los norteamericanos, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Ese aeropuerto es dos veces más que el de Albrook y para construirlo, recuerda el viejo Rosales que derribaron más de cinco mil palmas de coco.


 

 

 



 

El punto más importante de la isla es el pueblo de San Miguel, pero los verdaderos tesoros de la isla están en su gente, sus montañas, animales silvestres, ensenadas, playas, longos, quebradas y ríos.

 

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