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El niño del cruce

Hermano Pablo | Reverendo

Se llamaba Juan José Ferrer. Vivía en el barrio de Villaverde, Madrid, España. Era alegre y Viva, Crítica en Líneaz, y siempre estaba con amigos. Pero un día desapareció de la casa. Lo buscaron por todas partes, pero fue imposible hallarlo.

Un año después un amigo suyo, Jesús Fuentes, confesó espontáneamente el delito. Él había estrangulado a Juan José «por gusto», en el kilómetro 6 de la carretera a Andalucía. Las crónicas españolas recuerdan a la víctima como «El niño del cruce». ¿La edad de cada uno? Diez años la víctima, y trece el homicida.

A Jesús Fuentes, por ser la última persona con quien Juan José había sido visto vivo, lo interrogaron innumerables veces. Pero ni detectives ni maestros ni psicólogos ni clérigos lograron hacerlo hablar. Casi un año después, espontáneamente, confesó todo y llevó a las autoridades al lugar donde había enterrado al amiguito. Lo increíble del caso no deja de ser que el homicida sólo tenía trece años, y la víctima apenas diez.

¿Qué está pasando con nuestra niñez? Hay que decirlo. Es como un culto a la violencia, un desprecio por la vida, incitada, según el criterio de muchos, por esa influencia nefasta del cine y la televisión.

«El niño del cruce» podría representar a la sociedad sobre la línea de demarcación entre el temor de Dios y la total rebeldía de la raza humana.

Es imposible creer que pueda haber tanto desprecio por la vida humana sin que la sociedad sienta el golpe de conciencia. ¿Cómo es que el hombre —en este caso, el niño— puede engañar, robar, estafar y matar sin sentir el más mínimo remordimiento? ¿Qué de nuestra conciencia? ¿Acaso todos nos hemos vuelto animales? ¿Qué le está pasando a la raza humana?

Es que el hombre ha hecho caso omiso de Dios, y al no reconocer la soberanía divina cada uno se constituye en su propio dios. El resultado es una anarquía que destruye al individuo y a la sociedad. No puede haber sensatez mientras no se reconozca la autoridad de Dios en la vida humana.

Ya es hora de que sometamos nuestra voluntad al señorío de Cristo. No habrá paz ni equilibrio ni cordura en el mundo hasta que Él sea Señor de la vida humana. Permitamos que esa paz comience en nuestro corazón. Sometamos hoy mismo nuestra vida a Cristo.




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