Todos tenemos derecho a contar con algún lugar de Panamá, de cuyo nombre no querremos acordarnos en algún momento. Ubiquémonos pues, en cualquiera de las apiñadas barriadas capitalinas, en donde cuatro pastores alemanes de obvio cuidado veterinario son los feroces y adiestrados guardianes de una solterona adicta a lucirse en camisones transparentes.
Los animales son temidos, sobre todo porque con las primeras claras del día, salen sueltos con su dueña a merodear calles e isletas verdes. El cánido alfa es el que más se distancia y el primero que marca territorio levantando una pata trasera para orinar y no caga de inmediato, lo hace el tenebroso resto de la tropa en sitios especiales, sin embargo, él se arrima al portón de la residencia de un ex funcionario de la UP, depositando sin mayor apremio una envidiable pila de mojones. Por supuesto, la dueña queda más indiferente que sus aliviados consentidos recién cagados. El licenciado nunca se enteró, pues su mujercita para no buscarse líos recogía los premios casi calientes. Pero ahora que el viejo, que todavía se levanta temprano, no demoró en notar la frescura de la doña y sin mediar palabra se limitó a recoger los desperdicios para luego con la salida de los primeros murciélagos, desparramárselos en la puerta. Semejante pestilencia, aludió a la dueña de los pastores y una nochecita de este mes de la patria se atrincheró con dos piedras de río en cada mano y cuando vio a su vecino le lanzó una pedrada en roleta que le afectó seriamente uno de los tobillos. El lío está en la corregiduría, en donde creo que ni ellos ni el gobierno central saben que es más prioritario multar a los que no recogen la mierda de sus perros que perseguir periodistas, la libertad de expresión y suspender profesores en la Universidad Nacional.