Niebla adentro y niebla afuera

Hermano Pablo
California
La niebla descendió sobre el camino. Niebla densa, niebla mansa, niebla espesa que en pocos momentos cubrió todo con un pesado manto gris. Los árboles desaparecieron de la vista, borrados y confundidos por el fantasma. Las señales de tráfico dejaron de verse. La niebla comenzó a subir dentro del cerebro del chofer. Niebla densa, niebla espesa, niebla alcohólica que fue adormeciendo su conciencia y entumeciendo sus reacciones. No cabía duda de que el ómnibus cargado de pasajeros que corría entre Huamantla y Ciudad México estaba envuelto en niebla. La tragedia no podía tardar. Tenía que producirse. La tragedia acechaba, agazapada entre los mantos de niebla. Niebla fría y húmeda del camino, niebla cálida y entorpecedora del cerebro. En cierto momento el chofer se quedó dormido y el ómnibus se precipitó a un barranco. El saldo de tanta niebla -niebla del camino, niebla del cerebro- fue diecinueve muertos y once heridos. La niebla nunca ha representado nada bueno para el viajero. Un barco que debe navegar entre densos bancos de niebla, debe disminuír la velocidad y hacer sonar sus campanas para avisar a otras naves. El avión que se aproxima a un aeropuerto y se topa con niebla debe extremar sus recursos de seguridad y hacer uso de su radar. El automovilista que va subiendo montañas y encuentra niebla debe aplicar los frenos, abrir bien los ojos y andar despacio con extrema precaución. Pero si bien la niebla física que suele cerrar los caminos es peligrosa, más peligrosa aún es la niebla del alcohol que suele cerrar la mente y el entendimiento. La tragedia de México se debió tanto a la niebla del camino como a la niebla del cerebro del conductor. ¡Llegó a ser imposible que no ocurriera el accidente! Así también hay accidentes y percances, y aún tragedias enormes, en los hogares donde el padre o la madre dejan que los envuelva la niebla del alcoholismo. Porque esa niebla cierra los caminos del razonamiento y ciega las luces de la conciencia. Si nos hemos entregado al alcohol, hay quien puede librarnos de él. Es el Señor Jesucristo. Él -sólo Él- tiene el poder para ayudarnos a vencer y a recobrar la sobriedad que necesitamos.
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