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Martes 14 de noviembre de 2000



No hay deuda que no se pague

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por el Hermano Pablo
EU

Julio César de Macedo alistó a sus hombres. Eran cuatro jóvenes, decididos a todo. Expertos en el manejo de armas. Expertos en actuar rápida y silenciosamente. Expertos en aplicar un golpe que hace desmayar en el acto y en atar sólidamente a la víctima.

Aquel hombre y sus secuaces asaltaron de noche la compañía de seguros «Transegur», de Río de Janeiro. Como él mismo era empleado de la compañía, el guardia Miguel Rodríguez le permitió entrar. Una vez adentro, Macedo y sus hombres robaron setenta mil dólares y maniataron a Rodríguez y a otros tres empleados. Luego los llevaron a un sitio solitario y los acribillaron a tiros.

Pero Miguel Rodríguez, mostrando un increíble poder de supervivencia, no murió. Con una bala en la espalda, otra en el pecho y dos en la cabeza, sobrevivió. Posteriormente identificó a Macedo y a sus cómplices, y éstos fueron arrestados y encarcelados.

«Pensé que era el asalto perfecto -comentó Macedo-; pero no lo era.»

Lo cierto es que no hay, ni puede haber, un crimen o asalto «perfecto». No puede haber perfección en lo que es vil, malvado, pecaminoso. Hay crímenes que permanecen durante mucho tiempo irresueltos, eso sí, pero no son perfectos. Y además, si la justicia humana no castiga un crimen, Dios siempre lo castiga.

Hay muchas cosas que hacemos que pensamos que permanecerán ocultas para siempre. Nos parece que nadie nos ha visto hacer tal cosa o escuchado decir tal otra. Pero las paredes tienen oídos, y hay ojos avisores donde menos pensamos.

Y si no hay ojo humano para ver ni oído humano para escuchar, ahí están siempre los ojos y los oídos de Dios. Ellos no dejan que nada pase inadvertido, y llevan el registro de todo. Aun nuestra conciencia, con todo y ser bastante lerda a veces, es un testigo interior que salta de repente para acusarnos.

Lo mejor para llevar una vida tranquila, sin temor de ser descubiertos, acusados y avergonzados, es llevar una vida limpia, recta y noble. Una vida exenta de miserias y bajezas. Una vida dispuesta a ser examinada siempre, en cualquier momento, por Dios o por los hombres.

Esa es una vida que sólo Cristo puede proporcionar. Porque sólo Cristo, al apoderarse de nuestro corazón y nuestra voluntad, nos impone una calidad de vida que resiste cualquier tentación y evita cualquier caída. Sólo basta que le demos franca entrada y nos rindamos por completo a Él.

 

 

 

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