Hace 90 años, Gaspar Octavio Hernández Solanilla murió de tisis en la sala de redacción de La Estrella de Panamá. Nació en medio de la miseria y la tragedia lo perseguía, pero dejó una obra que hoy perdura. No en vano la fecha de su deceso fue escogida como el Día del Periodista. Este hombre apenas cursó hasta tercer grado, tuvo que soportar la muerte temprana de su madre, el abandono de su padre y el suicidio de dos hermanos.
La vida de los periodistas de hoy es diferente a los páramos que sufrió el poeta Hernández, pero siempre el peligro acecha. En Panamá, un país donde los poderes del Estado han sufrido una crisis de credibilidad, les corresponde a los periodistas mantener la acción de vigilancia para denunciar la corrupción y a los corruptos. En ese camino de denuncias habrá amenazas, tentaciones y enemigos gratuitos.
No hay que olvidar a los funcionarios que no soportan cuestionamientos y levantan el teléfono para indisponer a los periodistas, que pueden perder su fuente de empleo, en caso de tener a un jefe con médula de gelatina, que tiembla ante la presión de cualquier poderoso.
Los periodistas deben bregar con una especie de doble espejo sobre el cual se nos observa. En un momento -según la conveniencia- se nos aplaude y tilda de valientes; en la otra esquina, se nos califica como lo peor, irreverentes y otros calificativos degradantes.
Los periodistas somos solitarios, gente sin amigos verdaderos, porque el oficio nos obliga. Hoy el mensaje de felicitación es para aquellos que gastan suela de los zapatos recorriendo bajo el sol o la lluvia las comunidades y las oficinas para cumplir su misión diaria.
Frente a la proximidad de unos comicios generales, el periodista debe estar más alerta que nunca. La imparcialidad se hace más necesaria que nunca. No somos marcianos, cada quien tiene su preferencia política, pero eso no debe influir en la labor periodística y el propósito de suministrar información balanceada, precisa y acertada.