¿Nunca se han encontrado con esos individuos que utilizando como argumento su status social, sus títulos universitarios o su alto cargo, piensan que siempre tienen la razón?
La mejor manera de llegarle a los demás -incluso para hacerles una observación- es con argumentos claros, concisos y explicando cómo se puede hacer mejor, en vez de escupir comentarios denigrantes e hirientes sobre los errores ajenos.
Pero esto último es precisamente lo que no entienden aquellos que se pavonean con arrogancia entre el resto, y diciéndoles constantemente por que él es lo máximo.
Pero por lo general, a esta persona le suceden dos cosas: o nadie le hace caso, o se gana el odio de quienes lo rodean.
Y no es que el sujeto en cuestión no sea brillante, ni que carezca de méritos. Lo que le sucede es que es tan petulante en su forma de tratar a los demás, que la repulsión que causa bloquea cualquier mensaje o enseñanza positivos que quiera transmitir.
He ahí el dilema de muchos hombres y mujeres con ínfulas de superioridad. Son inteligentes, estudiados, y capaces de aportar grandes cosas, pero no puede multiplicar sus conocimientos, porque su estilo inaguantable se interpone.
No hay nadie tan sabio que no pueda aprender, ni tampoco alguien tan ignorante que no sea capaz de dar una lección de vida.
A la hora de comunicarle un mensaje a alguien, es importante la información en sí, pero también lo es la forma con la que lo comuniquemos, ya que si no somos capaces de generar empatía, nuestras palabras caen en oídos sordos.
Avanzar en posición social, ingreso y estudios nos ayuda a mejorar nuestro nivel de vida, pero no nos da derecho a menospreciar al prójimo. Después de todo, nadie está solo en el mundo. Siempre dependeremos de nuestros semejantes para ser felices.