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Que Dios reciba en su seno a nuestro hermano Joaquín. Así termina la ceremonia de un ciudadano cuando recibe cristiana sepultura, pero no sólo eso, también termina el corto encuentro de familiares que no se habían visto por años.
El panameño es muy folclórico a la hora de ir a entierros. Muchos piden el día para viajar -si es en el interior- y acompañar a su familiar en el último adiós. Se encuentra con gente que no había visto por muchos años. Salen a relucir conversaciones del recuerdo del difunto y, por su puesto, uno que otro trago, el jueguito de dominó, la repartición del pan con café y hasta las pachangas que había solicitado la persona antes de morir.
Los entierros de la gente pobre se han convertido en un melodrama de los problemas que viven la sociedad. Familiares que no se hablan, acuden por obligación y otros van porque no tienes más remedio.
La razón original de todo es básica. El núcleo familiar está fragmentado en millones de pedacitos. Los hermanos no se llevan, el papá no le habla a los hijos y un tío se pelea con la familia. En fin, cada uno tira para un lado, pero los pocos que guardan relación, aunque lejana, aprovechan la oportunidad para presentar los hijos, nietos y hermanos.
Ya es tiempo de dejar de ver a la familia en los momentos más tristes. �Por qué no invitar a todo el batallón para celebrar el nacimiento de un sobrino, nieto o hijo? �Por qué hay que esperar que alguien se muera para ver a un tío? Es tiempo que el panameño vaya cambiando esta mentalidad y trate de rescatar lo que casi se ha perdido siendo más sociable con los suyos, partiendo desde el seno de la familia, como núcleo de la sociedad. Ojalá podamos salvarla. |
