A ORILLAS DEL RIO
LA VILLA
Los barberos
Santos Herrera
Las barberías de ahora, en nuestro pueblo, son muy diferentes a las que yo recuerdo de mi niñez. Las mismas representaban una verdadera tortura en la cual expiaba todas mis travesuras y silenciosamente hacía votos de portarme bien, en la esperanza de que en la siguiente visita mensual, el barbero que había en el pueblo hiciera menos doloroso el tormento que sufría cuando ponía mi testa en sus rudas manos. Las barberías de hoy cuentan con cómodas sillas reclinables, agiladas tijeras, relampagueantes navajas, perfumados polvos, olorosas aguas de colores y el barbero en un verdadero maestro que con delicadas manos corta el cabello, tan suavemente que si no fuera por los permanentes visitantes al local, como son los jubilados, los desocupados y algunos políticos de la oposición, que sin descanso componen y descomponen al país y al mundo, uno puede hasta quedarse dormido. En mi adolescencia, sufría tanto cuando me cortaban el cabello, que después de muchos años, vine a perdonar a los peluqueros y quiero aclarar que nos hicimos muy buenos amigos. Explicaré el método, para que entiendan mis temores. El primer barbero que guardo en la memoria fue Pedro Corro. Su principal oficio era de matarife en el matadero municipal del ueblo donde trabajó hasta jubilarse. Era hombre musculoso de manos poderosas que de un solo mazazo tumbaba diariamente de tres a cinco toros, que con habilidad descuartizaba y también mataba de ocho a diez puercos que dejaba picados en enormes tanques. En sus ratos de ocio dejaba el pesado mazo y el afilado cuchillo para tomar la tijera y una hojita "Gillete", que después de colocarme en un taburete al revés, ponía mi cabeza en el espaldar del asiento, iniciando con sus rústicas manos la operación que para mí duraba siglos. El segundo fígaro fue mi vecino Martín Díaz que también se dedicaba a otra cosa muy distinta a la de peluquero. El que fue más tarde mi gran amigo, siempre fue un maestro en el manejo del hacha. Por muchos años derrumbó extensos manglares para sacarle la cáscara al árbol y vendérsela a la curtiembre de Pablo Barés. Asimismo, se dedicaba a la albañilería y a la construcción. Martín, igual que Pedro, eran zurdo, usaban caídos espejuelos y practicaban su oficio extra debajo de un palo de mango que tenían en sus respectivas casas y utilizaban el mismo procedimiento. Angel Santos Delgado (Chando) fue mi tercer barbero y su trabajo no era tan fuerte porque siempre fue conductor de una chiva gallinera y tenía una silla giratoria y una maquinita manual para cortar el cabello que cuando la inauguró causó mucho revuelo en el pueblo. Como yo era un muchacho muy flaco, en el cogote tenía entre los tendones un hueco que hacía difícil el trabajo a los tres barberos que entre rabietas coincidían en que yo iba a ser muy tacaño y mientras movían mi cabeza para un lado y otro, procurando emparejar el corte, de mis ojos se desprendían unos largos lagrimones que caaían en el cuero del taburete
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