La Iglesia, la nueva Jerusalén terrena, posee ya el tesoro de la paz ofrecido por Jesús a los hambres de buena voluntad, y tiene la misión de difundirla en el mundo. Este fue el encargo confiado por el Salvador a los setenta y dos discípulos enviados a predicar el Reino de Dios. «Poneos en camino. Mirad que os mando como corderos en medio de lobos»
Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; sino, volverá a vosotros" (Lc. 10, 5-6). No se trata de un simple saludo, sino de una bendición divina obradora de la paz, del bien y la salvación.
Donde "descansa" la paz de Jesús que ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí, descansa la salvación. El hombre que la acoge está en paz con Dios y con los hermanos, vive en la gracia y el amor y está a salvo del pecado.
Esta paz se posa sobre la "gente de paz", o sea sobre los que llamados por Dios a la salvación, corresponden a la invitación aceptando sus exigencias; esos son los herederos afortunados de la paz de Cristo y de los bienes mesiánicos. Pero Jesús advierte que no espere nadie una paz parecida a la que ofrece el mundo, promesa ilusoria de una felicidad exenta de todo mal.
«No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn. 14, 27), ha dicho él; porque su paz es tan profunda, que puede coexistir hasta con las tribulaciones más punzantes. Si el mundo se mofa de esa paz y la rechaza, los discípulos, aunque sufriendo por el rechazo, no pierden la paz interior ni dejan de anunciar «el Evangelio de la paz» (Ef 6, 15). Humildes, pobres, sin pretensiones y contentos con cubrir las necesidades de la vida (Lc. 10, 4.7-8), continúan en el mundo la misión de Jesús ofreciendo a quien quiera acogerla «la buena noticia de la paz» (Hc.10, 36).