Desde las altas esferas del pensamiento, al apóstol sólo le basta alzar la diestra mano, para guiar las ovejas que se han salido del carril. No es el celaje perfilado del relámpago, tampoco la asonancia estremecedora producida en las entrañas escandalosas del trueno, sino el emblema de la insignia en el brazo monacal, venido para las portentas conducciones.
En lo humano ese es el rol de referencia delicada de caracteres sociales y espirituales que ostenta el hombre de perspicacia extraordinaria. Venido para salvar escollos y sufrir las irregularidades de la conducta en visible deterioro, camina sin cesar en busca del norte desconocido.
Su ambición estriba en la persecución de la quiebra delineada en el horizonte pletórico de interrogaciones apenas perceptibles.
El cerebro del hombre que piensa está condicionado para amortiguar los constantes forcejeos que producen los dilemas intestinos.
Millones de neuronas se abrazan frente al paso marcial del pensamiento, prospectivo de ambiciones abnegadas.
Sin embargo, otros, prefieren el liviano enajenamiento mental, ayuno de sacrificios y de esfuerzos en pos permanente del vicio y del ocio.
El término cambio no existe para ellos son los representantes de la hiedra y de los musgos, vive plegados a la benignidad organogenia de los que procuran su desarrollo en completa perfección de complicada a repercusiones.
Los que medran al calor de los demás, los comunes parásitos, de su diccionario han proscripto la palabra denuedo que implica riesgos virtuales del corazón y por consiguiente del alma. La pereza es la amiga prestante de estos convalidadores del recreo y del retozo. Para ellos ningún camino es bueno, todos configuran el mal.