Cándido Bertolini levantó el auricular del teléfono, un poco con miedo, otro poco con dudas, y otro poco con curiosidad. Para disfrutar de esa llamada había pagado cincuenta mil liras, unos cuarenta dólares. Acercó el auricular a su oído y dijo: "Hola, ¿hablo con Dios?"
Del otro lado de la línea una voz gruesa, carrasposa, impresionante, le contestó: "Sí, con Dios mismo. " Y el anciano, de Nápoles, Italia, le presentó a quien él suponía ser Dios su pedido: buena salud, algunos años más de vida y un aumento en su jubilación.
¿Qué era todo esto? Era una trama en que dos timadores aprovechados, Mario Locatelli y Antonio Meli, habían hecho creer al anciano que pagando tantas liras podía hablar telefónicamente con el Altísimo. Y no fue sólo Bertolini. Cientos de ancianos como él fueron engañados en la misma forma.
¿De qué se valieron estos estafadores para armar tal pillaje contra estos ancianos? Se valieron de ese deseo innato que todo ser humano tiene de comunicarse con Dios. Por cierto, porque existe ese deseo, el hombre se ha inventado muchos medios para tratar de lograr esa comunicación. El origen y el desarrollo de tantas religiones y sectas se debe a ese intenso deseo, a esa insaciable necesidad, de encontrar a Dios.
Las muchas religiones que hay en el mundo son una prueba de esa inquietud espiritual, y profetas, hechiceros, videntes, iluminados, brujos, y muchos más profesionales de la religión han surgido por todas partes prometiendo al hombre una comunicación directa con Dios. Pero el hombre sigue sin hablar con Dios, sigue siendo víctima de tanto estafador que lo engaña, y sigue sufriendo todos los males de esta vida.
Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Sólo por medio de Él podemos establecer comunicación genuina y directa con el Autor de nuestra vida. Sólo Él se ofrece como el camino gratuito entre el mísero ser humano y el Dios Único y Todopoderoso.
"Nadie llega al Padre sino por mí", afirmó Jesucristo (Juan 14: 6). Ningún otro ser de este mundo puede hacer tal declaración.