Mes tras mes y año tras año, Eduardo persiguió el mismo número. Lo jugaba todas las veces. No gastaba en ninguna otra cosa. Con cada sorteo, cada rueda de números y el canto de cifras, el hombre besaba su billete y soñaba con la felicidad de ser rico.
Por fin Eduardo Trujillo acertó "el gordo" de Madrid. Sacó un millón cien mil dólares en la lotería. Pero entre amigos, familiares y circunstancias, esa fortuna no hizo más que hacerle la vida miserable.
No bien tuvo el dinero en la mano, los parientes se le echaron encima, la esposa se volvió loca gastando, los asaltantes lo persiguieron, los corredores de seguros lo asediaron, y los vendedores de casas, los inversionistas bancarios y las compañías financieras lo hicieron blanco de sus propuestas. El pobre hombre perdió toda su felicidad al conjuro de un millón de dólares.
¿Qué hizo entonces? A los dos meses le devolvió casi todo el dinero a la lotería. "Úsenlo en obras de beneficencia -les dijo Eduardo-. Esa fortuna no me ha traído más que miseria."
Lo cierto es que el dinero no hace la felicidad. El dinero tiene poder, eso sí, y es una fuerza. Pero por sí solo no compra la felicidad. Cuando se tiene en exceso, es un factor corruptor. Poco o ningún dinero es un problema, pero también lo es mucho dinero.
Se puede ser rico y ser feliz. Se puede aun manejar millones, como algunos lo han hecho, y conservar la ecuanimidad, la bondad, la generosidad y el buen sentido. Y es posible combinar la riqueza con la justicia, pero no es fácil.
¿Cuál es la lección en todo esto? Ninguna cosa material y tangible garantiza la felicidad de nadie. Cuando los bienes materiales son un fin en sí mismos, cuando nuestro afán en la vida es acaparar dinero, cuando todo esfuerzo y energía se emplean sólo en llenar nuestros cofres, muy pronto descubrimos que para ser felices, siempre necesitamos más. El pobre siempre necesita más. El millonario siempre necesita más. Démosle gracias a Dios por todo lo que tenemos, pero estemos siempre conscientes de que las cosas materiales no producen la felicidad. La verdadera felicidad la produce sólo una adecuada relación con Dios.