Todo el día era un concierto de gruñidos, chillidos y chapoteos en el barro. El ambiente era malsano, el aire estaba emponzoñado, y los alrededores, grises y malolientes. No se podía esperar nada mejor de lo que era un enorme chiquero, con docenas de puercos semisumergidos en el fango.
Una niña hermosa de 7 años estaba allí. La habían atado a un poste con una cuerda. Apenas le daban mala comida, y la tenían medio desnuda a la intemperie. Todo esto ocurría en el caserío El Canito de Maracaibo, Venezuela. Sólo la oportuna intervención de una religiosa que vio a la niña en ese lugar la salvó de una horrible muerte segura.
«Viviendo en un chiquero» eran los titulares de los diarios de Maracaibo que daban la noticia. A la niña la había dejado su madre en manos de unos campesinos mientras iba a la ciudad a internarse en el hospital. La madre no volvió a reclamarla, y los campesinos obligaron a la niña a vivir entre los cerdos.
Los chiqueros del campo y los de las grandes ciudades abundan en nuestros tiempos. Los chiqueros campesinos, cuando están a campo abierto y en medio de un paisaje agreste y rural, son hasta bonitos, si sabemos mirarlos con ojos de artista, de poeta o de filósofo. Pero los chiqueros de las ciudades no tienen nada de bonitos.
Pensemos, por ejemplo, en las cantinas, donde hombres y mujeres pasan las horas bebiendo. ¿Tiene esto algo de bonito? Pensemos, así mismo, en los garitos y en las casas de juego, donde otros tantos pasan horas enteras quemando su dinero y empobreciéndose material y moralmente. ¿Acaso tiene algo de bonito?
Aunque pudiera parecer demasiado sarcástico o mordaz, o que tuviéramos la intención de denigrar o de insultar a alguien, debemos decir las cosas con franqueza: las casas de juego, las cantinas, los lenocinios y lugares por el estilo son poco menos que chiqueros de las ciudades, aunque en ellos haya música, luces, perfumes y personas elegantemente vestidas.
¿Quién puede sacarnos de tales sitios? Uno solo: Jesucristo. Él puede, y quiere hacerlo hoy mismo.