Caminaban un hombre y su hijo a la plaza de mercado acompañados de su burro. Al ver uAn campesino que ninguno iba montado en el burro, les dijo: «¡Ustedes sí que son tontos! ¿Para qué sirve un burro si no para montarlo?» Así que el hombre montó al muchacho en el burro y siguieron su camino.
Pronto pasaron por donde había un grupo de hombres. Uno dijo: «¿Ven a ese jovencito haragán? Hace que su padre camine mientras él anda montado.» Así que el hombre dijo al muchacho que se bajara, y él se montó.
Pero al rato pasaron por donde había dos mujeres. La una le dijo a la otra: «¡Debiera darle vergüenza a ese flojo hacer que su pobre hijito camine tras él.» El hombre no sabía qué hacer, pero al fin acomodó al muchacho delante de él sobre el burro.
Para entonces ya habían llegado al pueblo, y las personas que estaban por donde iban pasando comenzaron a burlarse de ellos.
Unos hombres le dijeron: «¿No le da vergüenza sobrecargar al pobre burro con el peso suyo y el de ese hijo grandote?» El hombre y el muchacho se bajaron y ataron las patas del burro, las ensartaron con un palo y, sosteniendo el palo sobre los hombros, siguieron adelante.
Así anduvieron un buen rato, al son de las carcajadas, hasta que llegaron al Puente del Mercado. En eso el burro, logrando librar una de sus patas de las ataduras, dio coces e hizo que el muchacho soltara su extremo del palo. En el forcejeo, el burro cayó en el río y, como tenía las patas delanteras atadas, se ahogó.
«¡Ojalá les sirva eso de lección!, dijo al un anciano que los había seguido. No se puede complacer a todo mundo y quedar bien.»
En efecto, la moraleja de esta simpática fábula de Esopo le ha servido a millares alrededor del mundo que la han leído y acatado desde el siglo seis antes de Cristo. Pero hay muchas de estas personas que, habiendo aprendido la lección de desconfiar de las ideas del prójimo, han llevado la moraleja al extremo de desconfiar igualmente del parecer de Dios. Desconfiar del criterio de Dios, que es firme, constante y estable, puede ser tan fatal como lo es confiar del concepto del hombre, que es frívolo, inconstante e inestable. La única opinión que realmente vale es la de Dios, ya que su juicio es el único que tiene validez eterna.
Entonces, pongamos en práctica el lema del apóstol Pablo, que extendió con acierto la moraleja de la fábula de Esopo: "Tratemos de agradar a Dios y no a la gente".