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Jueves 3 de febrero de 2000


MENSAJE
El caso del médico loco

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Carlos Rey

El médico, con ese semblante grave y a la vez amable de los médicos ancianos, extendió la receta. Sus cejas levemente arqueadas y la boca fruncida delataban su preocupación. El caso de su paciente era serio, y la receta tenía que ser bien pensada.

La señora, que se hallaba en uno de los consultorios externos del Hospital de las Fuerzas Policiales de Lima, Perú, tomó la receta en las manos y se dirigió a la farmacia del mismo hospital. Le entregó la receta al que estaba atendiendo, pero éste se la devolvió con una sonrisa. «Señora -le dijo-, para obtener esto, mejor vaya a una ferretería.» El médico le había recetado un solvente de pintura.

Más tarde se aclaró todo. El presunto médico, Hugo Tejeda, había escapado de un hospital psiquiátrico. Nadie podía explicarse cómo había logrado engañar a todo el mundo. Vestido con bata blanca y usando instrumentos médicos, había estado atendiendo a enfermos todo el día, extendiéndoles recetas a todos.

Aunque no lo querramos reconocer, al igual que aquel chiflado médico falso, también nosotros tenemos la tendencia a extender recetas absurdas. Sucede cuando nos convencemos de que tenemos la receta infalible para cuanta enfermedad y dolencia aflige a nuestra pobre y dolorida humanidad. No vayamos a decir que padecemos de reumatismo, a no ser que querramos que nos lluevan ahí mismo cincuenta recetas diferentes de otras tantas personas. ¡Y eso si no contamos las que están de acuerdo en que no hay mejor remedio para el reumatismo que la leche de cabra!

Si nos quejamos de alta presión, o de hinchazón de los pies, o de mala digestión, o de dolores de cabeza o de uñas quebradizas, podemos tener por seguro que nos van a recomendar veintenas de yerbas, diez clases de emplastos, media docena de píldoras y docenas de curanderos y espiritistas.

Cuando se trata de males menores, es decir, de males provenientes de nuestra frágil y enfermiza naturaleza humana, el problema de los recetadores comedidos no es tan grave. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros se hace su propio remedio presuntamente infalible.

En cambio, cuando se trata de serias enfermedades morales que nos pueden conducir a la quiebra del matrimonio, o a la destrucción de la familia o al abismo del suicidio, el problema es más grave de lo que muchos pensamos. A Dios gracias que para casos como éstos tenemos un solo Médico y una sola receta valedera, su Hijo Jesucristo y la salud espiritual que nos ofrece. Más vale que consultemos a ese Médico divino hoy mismo. La consulta no nos cuesta nada, y la receta nos aliviará de la dolencia moral que tanto nos aflige.

 

 

 

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