Me inclino haciéndole la venia al respetable pasado, convencido en que los años ya idos fueron mejores, era esa época cuando las virtudes coronaban con las esencias olorosas extraídas de las entrañas admirables de los conjuntos sociales, viviendo en paz, reinando la armonía.
Los más sagaces, los más serenos, los más profundos pierden las horas en estas afecciones, pues cuando llegan azarados con sus textos probatorios, ya lo que ha motivado el interés se ha tratado hace rato, cayendo en lo réprobo, perdiendo con esto el sentido de la actualidad, y son pagados los terribles gravámenes, yéndose todo a favor de la corriente impetuosa.
La vida es el inmenso océano donde los eternos nadadores son los partidos viejos que pretenden tener siempre la razón de este sordo conflicto y que en silencio hemos dejado a la política la cuestión de los derechos, entretenidos nosotros, ocupados en el asunto de la felicidad. Son las sacudidas epilépticas las que nos llevan temblando los pies a caerrnos por el suelo, despreciando la meditación del pensador, desterradas por la gente común, embelezados en las proyecciones de efímeras duraciones, comprometidas con las felonías del tiempo que se fuga.
En todos estos años he podido ver que producimos admirablemente la riqueza, pero con desequilibrio en lo que concierne a su distribución y esta solución, que solo es completa de un lado, nos conduce con fatalidad a dos extremos: riqueza con cabeza de monstruo y miseria con patas de mosquitos.
Los que luchamos tanto aparentamos cazadores furtivos, pasamos por la vida elevados de las fuerzas decadentes de la eventualidad, ¿para qué luchar con tanta tenacidad sin siquiera un vericueto lleva nuestro nombre? En todas partes de la tierra la miseria nos presenta el mismo rostro deprimente y afligido.