FAMILIA
El cuento de un terrible vicio
James A. Inciardi
Si bien el opio y sus derivados
se han podido conseguir como remedios generales en las medicinas patentadas
mucho antes de la Guerra Revolucionaria, no fue hasta mediados del siglo
XIX que la preocupación sobre sus "malos efectos" empezó
a surgir. Entre los primeros en centrarse en el consumo de opiáceos
como un creciente problema social estuvo el médico George B. Wood
en 1856. Si bien Wood advirtió la gama de perjuicios físicos
que se podían atribuir a la intoxicación crónica de
opio, su tratado se centró en el mal. El uso de opiáceos llevaba
a una pérdida del propio respeto, aducía Wood; era ceder al
placer seductor, una forma de depravación moral y un vicio que llevaba
a "los hondones más profundos del mal". Muchos de los colegas
de Wood rápidamente coincidieron, y gran parte de la bibliografía
médica que examinaba el problema del opio durante las siguientes
tres décadas subrayaba más a menudo los temas morales que
los médicos. Como lo dijo un comentador: "La mórbida
ansiedad por la morfina se cuenta en la categoría de otras pasiones
humanas como fumar, jugar, codiciar ganancias y cometer excesos sexuales".
A esta colección de testimonios que les adscribían diversos
niveles de estigmas a los consumidores de opiáceos, un conjunto de
otros comentadores le sumaron ideas sugeridas por las teorías recientemente
introducidas de determinismo biológico y antropología criminal.
En ese tiempo, los escritos de Charles Darwin se habían vuelto de
gran importancia y el médico italiano Cesare Lombroso acababa de
presentar su tesis sobre el "hombre criminal". Lombroso aducía
que hay un "tipo criminal nato", que el criminal es un "atávico",
alguien que está en un estadio más temprano de la evolución
humana, un ancestro evolutivo más similar al mono. También
estaba Richard L. Dugdale y su publicación The Jukes, un estudio
en el cual sostenía que el crimen está producido por la "mala
herencia" y que la criminalidad, la degeneración y la debilidad
mental se transmiten biológicamente a través del plasma con
malos gérmenes. Aplicando tales nociones a la población consumidora
de drogas, se afirmaba que la adicción es el resultado de una predisposición
heredada, en consecuencia, los que tomaban morfina seguramente también
se permitirían excesos en el alcohol, el ajenjo y el consumo de cocaína.
La preocupación pública también estaba aumentando
respecto del consumo de opio en las ciudades norteamericanas. Cuando se
descubrió oro en California en 1848, los inmigrantes de los estados
atlánticos tanto cuanto de Europa, Australia y Asia contribuyeron
a aumentar la población que buscaba oro. Entre ellos había
unos 27.000 chinos. Con el atractivo del trabajo en las minas y en la construcción
de ferrocarriles a través del oeste, del otro lado del Mississippi,
para la década de 1870 la población china se había
expandido a más de 70.000 personas. Los nuevos inmigrantes asiáticos
habían importado su tradición cultural de fumar opio y rápidamente
se establecieron fumaderos de opio que eran frecuentados por orientales
y norteamericanos por igual.
Con el comienzo de una Chinatown en 1872 en la ciudad de Nueva York,
una ciudad en el centro mismo de la capital editorial de la nación,
el conocimiento de la forma de vida china y la práctica de fumar
opio se diseminaron rápidamente.


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