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Martes 31 de octubre de 2000



El árbol que hizo las veces de pesebre

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Hermano Pablo

Alicia Calangue se pasó la mano por el vientre, un vientre hinchado, tenso, grávido a más no poder. Sentía dolores inconfundibles, dolores tan viejos como la mujer y tan humanos como el amor.

Por suerte, su marido estaba a su lado. «Es el niño -dijo Alicia-. Siento que viene.» Jorge, el marido, se dispuso a ayudarla como pudiera. Estaban los dos solos. Solos bajo una lluvia torrencial. Solos, encaramados en la copa de un árbol.

Por debajo de ellos las aguas desbordadas del río Maputo, en Mozambique, África Oriental, corrían rugientes. Y en la copa de ese árbol, empapada de lluvia, nació Jorge, el primogénito de la pareja. Fue uno de los nacimientos más singulares que se ha registrado en la historia.

Maneras de nacer hay muchas. Hay niños que nacen en clínicas ultramodernas, rodeados, ellos y sus madres, de todos los adelantos de la ciencia médica. Hay niños que nacen en la selva, al borde de ríos donde sus madres los bañan colgando todavía el cordón umbilical.

Hay niños que nacen en sórdidas habitaciones de la ciudad, ante la vista de media docena de hermanitos, participantes con ellos de la misma pobreza.

Hay niños que nacen en taxis, porque no dan tiempo de que la madre llegue al hospital. Hay niños que nacen en cárceles, en campos de concentración, en ranchos solitarios de la sierra o de la pampa. Hay niños que nacen en aviones, en ómnibus, en trenes y en barcos.

Hubo una vez un niño que nació en un pesebre. Nació en un pesebre porque no hubo lugar para su madre en los mesones del pueblo. Nació en un pesebre porque era pobre, hijo de pobres, y no hubo para el niño ni médico, ni cuna, ni vendas, ni algodones, ni desinfectantes, ni prendedores para ajustar sus pañales.

Pero ese niño tan pobre, que vino al mundo en tan precarias condiciones, recibió al nacer el nombre de Jesús, y su vida y su persona cambiaron la historia del mundo. Porque era Dios hecho hombre, y había nacido en un pesebre para luego morir en una cruz.

Ese mismo Jesús, que nació, murió y resucitó, vive para siempre para interceder por nosotros. ¿Hay lugar para Él en el mesón que es nuestro corazón? Si se lo pedimos, Él entrará y cambiará la historia de nuestra vida.

 

 

 

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