En esta vida nadie es infalible. Todos nos equivocamos, y mientras más responsabilidades tengamos, más propensos quedamos ante la posibilidad de errores.
Sin embargo, es bueno cometerlos, hasta cierto punto. Y lo es porque no hay otra forma de mejorar en lo que hacemos. Con ellos, todos aprendemos a ser mejores personas, mejores profesionales, mejores padres, mejores hijos, mejores jefes y mejores subalternos. Pero ojo, lo importante es aprender de ellos.
En la medida que el producto final de nuestro trabajo quede más expuesto al escrunio público (como sucede en el periodismo), tambíen existe mayor posibilidad de que alguien allá afuera se de cuenta de una falta de nuestra parte.
Por todas estas razones, parece increíble ver que en esta y otras profesiones existen individuos experimentados que se ponen iracundos cuando alguien les señala un error, sobre todo cuando este error es tan obvio que resulta una necedad infantil ponerse a discutir.
¡Y ay de que el error se los señale un subalterno! Es como si les mentaran la madre.
Cuando uno comete un error y no lo acepta ante los reclamos, lo único que uno logra es quedar en conflicto con otras personas que dependen de su trabajo o están relacionadas con él. En contraste, cuando uno reconoce las propias faltas, renueva el respeto que los demás tienen por nosotros.
Nada más tenemos que recordar que no hay nada más difícil en este mundo que pedir perdón; sin embargo, hacerlo cuando nos toca de verdad, nos libera de muchas cargas mentales y nos logra la paz con nosotros mismos y los demás.
Estimado lector, aceptar los errores no es una muestra de debilidad. Tampoco nos hace menos que los demás. Es sencillamente un paso para elevarnos a un nivel en el que no estábamos antes de cometerlo.