Siempre se ha sostenido la tesis de que en un país libre, democrático y con una economía abierta, el Estado no debe entrometerse en el rejuego económico de su sistema, salvo por las reglas básicas establecidas de antemano y por la cual se rige.
Cada vez que el Estado interviene tuerce, afecta y desdibuja, y en muchos de los casos aleja la inversiones en los distintos sectores que mueven la economía de un país, máxime como el nuestro que su fuerte es el de servicios.
Es por eso que no entendemos ni se han explicado las recientes informaciones emanadas del Ministerio de Comercio e Industrias, en las que se informa que presentarán ante el Ejecutivo una propuesta para modificar la Ley 42 de 23 de julio de 2001, que rige las empresas financieras que forman parte del sistema financiero del país.
Los argumentos esgrimidos son superficiales, no documentados, analizados y mucho menos discutido con los interesados, que son las 156 instituciones financieras que operan en el territorio nacional y que reportan al FECI (Fondo Especial de Compensación de Intereses).
Los microservicios financieros en América Latina, y en especial en Panamá, juegan un papel fundamental en la supervivencia de la sociedad menos favorecida.
No sabemos hacia dónde quiere empujar el MICI a las pequeñas financieras registradas, donde laboran miles de panameños que pagan salarios y seguro social, impuestos y sobre todo cubren un segmento importante de la población panameña, que van desde las amas de casa, jubilados, funcionarios públicos, trabajadores de la salud y de seguridad, hasta el más humilde trabajador informal.
Intervenir a cambiar las reglas, sin la necesaria consulta con los interesados, puede empujar a estas empresas al cierre y dejar a la población que no califica en los grandes bancos, en manos de los garroteros del patio, que nadie conoce, no pagan impuesto y no tienen rostro visible, y lo que es peor, puede derivar a lavaderos clandestinos de dinero producto de narcotráfico... La sensatez se impone.