Era un estanque de aguas quietas, pero sucias y turbias. Un estanque lleno de ranas, sapos, lombrices y mosquitos. Un estanque sin peces de colores, sin hojas verdes y sin flores en las orillas. Un estanque fangoso, sombrío, con nieblas pestíferas en las mañanas, y vahos malolientes de plantas podridas y fermentadas por las tardes.
En ese estanque feo, maloliente y de aguas pútridas, Susana Riley, de treinta y dos años de edad, en las afueras de Toronto, Canadá, ahogó a su hijita Melinda de seis años.
Cuando se hizo el levantamiento del cadáver, la policía no pudo hallar absolutamente ninguna razón lógica para el crimen. La mujer sencillamente tomó una decisión para la que no había ninguna explicación ni razón válida, ni siquiera demencia.
¿Cómo se puede explicar un hecho así? ¿Cómo pudo esta mujer de treinta y dos años de edad, que tenía un buen puesto económico y una linda casa, se llevaba bien con su marido, era madre de Melinda y de otro niño de cuatro años y no tenía ninguna anormalidad física o mental, ahogar a su hijita de seis años? No deja de ser un misterio.
Sin embargo, lo cierto es que el alma humana, sin Dios y sin esperanza, es un estanque solitario y oscuro donde se cometen hechos delictuosos inconcebibles. A veces parece quieta, serena, tranquila y apacible; pero en esa alma, al igual que en el estanque, se van acumulando hojas secas que se pudren, y lentamente se van criando sentimientos y resentimientos que son como ranas y sapos y lombrices.
En el alma humana suelen yacer latentes ciertos sentimientos de odio, de furia, de rencor y de venganza. Cuando éstos se mezclan con la depravación que se va acumulando por generaciones y generaciones de errores, conflictos y perversidades, el alma se vuelve como un estanque de aguas corruptas.
Sólo así se puede explicar el crimen de Susana Riley. Algo se revolvió en su interior que en un momento de descuido la condujo, quizá inconscientemente, a arrojar a su inocente hijita al estanque envenenado.
Sólo Jesucristo puede limpiar a fondo nuestra alma. Sólo Él puede purificar todos los manantiales de nuestro ser. Cristo es el único capaz de limpiar el corazón, la mente y el espíritu, y de renovarnos por completo.