Si bebe, no maneje." El conocido anuncio, de difusión casi mundial, estaba escrito bien claro en el bar. Y John McCabbe, conocido bebedor de Dublín, Irlanda, aceptó el consejo. Después de varios tragos de su bebida nacional irlandesa, decidió volver a casa caminando. Pero con el alcohol no importa si uno maneja o no maneja. Emborracha lo mismo al que maneja que al que camina.
Dando tropezones por la vereda, John trataba de llegar a su casa. En el camino topó con una escalera. En la escalera estaba subido un hombre grueso y pesado, que pintaba una pared. El hombre pesado cayó sobre John. Y con el peso, el golpe y el licor, John McCabbe murió al instante. Los bebedores del bar piensan cambiar el letrero del cartel y escribir: "Si bebe, no maneje ni camine."
Otra historia que se suma a las muchas que hay de muerte a consecuencia del alcohol. Esta que viene de Dublín, Irlanda, país famoso por sus bebedores, tiene ribetes tragicómicos. Quizá si John se hubiera ido a casa manejando su auto, no habría tenido ningún accidente.
El licor nunca resultará en nada bueno. El trago en la cantina de los viernes se roba el salario de la semana. Las copas de aguardiente se llevan el calzado y los juguetes y los útiles escolares de los hijos, el vestido de la señora, la comida de toda la familia y los utensilios que hacen falta en el hogar.
¿Y qué deja el licor en su lugar? El aliento fétido, los ojos enrojecidos, la nariz hinchada, el hígado enfermo, la lengua suelta, el cerebro embotado, la inteligencia evaporada y la conciencia adormecida.
Tal vez a estas alturas de su vida, ya el alcohol lo tenga dominado. Usted quisiera volver atrás en el tiempo para rechazar aquella primera copa, pero ya es demasiado tarde. ¿Qué esperanza tiene ahora cuando ya es un esclavo?
Jesucristo tiene poder suficiente para librarlo de esa esclavitud alcohólica. Hay que clamar, eso sí. Pero Cristo está cerca de usted sólo esperando escuchar su clamor. Pídale ayuda hoy mismo, y Él se la dará. |