«Tengo que confesar que, cuando me enteré hace unos momentos de la muerte de la hija menor de doña Clementina, hacía muchos años que no pensaba en ella.
»... ¡Florinda, Florindita, Florinda! La quise con ese primer amor que nos deja una nostalgia especial en el alma... Y ahora, Florinda está muerta...
»Doña Clementina... organizó una fiestecita en su casa a la cual estaba invitada toda la juventud. Felipe llegó tarde... y nos fue saludando uno a uno hasta llegar a Florinda, que se le quedó mirando con tal angustia que nos dimos cuenta de que algo había pasado entre esos dos que no estaba resuelto aún... »Fuimos todos a la finca al día siguiente... Llegamos allá al río, todos los muchachos dispuestos a bañarnos...
»... Sólo quería que vieras a Felipe tan ridículo como lo veía yo, un montuno ignorante incapaz de nadar... ¡Te lo juro, Florinda! Yo no lo empujé al charco como tú creíste. Él se cayó solito de las piedras, y quién sabe cómo se golpeó. ¿No te diste cuenta de que fui el primero en tirarme, cuando noté que no salía? Sentí allá abajo, cerca del fondo, su cuerpo desesperado buscando apoyo, y traté de sacarlo; pero se prensó de mis piernas halándome al abismo... y tuve que empujarlo porque yo también me ahogaba. Todos se dieron cuenta de que yo hice un gran esfuerzo por salvarlo, menos tú; escuché tus gritos de espanto cuando logramos sacar el cuerpo frío y sin vida del agua, y vi tus ojos de acusación antes de que te desmayaras...
»Nunca me contestaste las cartas. Te encerraste en una soledad que nadie pudo llenar, y todos en el pueblo pensaron que te escondiste así por la muerte de tu padre y se olvidaron de aquel verano cuando nos volvimos viejos de repente.
»Y ahora estás muerta, Florinda, y sé que nunca pudiste perdonarme....
Así termina el cuento de la doctora Rosa María Britton, ginecóloga, oncóloga y prolífica escritora panameña, al que le puso por título «El primer amor». Gracias a Dios, en lo tocante a su amor divino no tenemos que preocuparnos por que Él nos juzgue con severidad por nuestros errores y desatinos, ni mucho menos por nuestros pecados si se los confesamos. Porque Él no envió a su Hijo Jesucristo al mundo a condenarnos, sino a salvarnos.